viernes

2009/03/20 Al desamparo de la ley


Un periódico local me pidió colaborar con algunas reflexiones alrededor de la toma de justicia por propia mano (léase linchamiento) de unos asaltantes de carreteras, noticia que es posible que se haya diluido entre tantas otras notas de violencia que a diario nos siguen sorprendiendo y renovando la interrogante: “¿qué está pasando?”


Como el solicitante no lo publicara en su momento, aprovecho para, sin las limitaciones de espacio propias de un diario, ingresar estas reflexiones en mi blog. Creo que tenía necesidad de escribirlo, que es una de las formas en que las personas “civilizadas” expresamos nuestra desazón, protegiéndonos de impulsos naturales como pueden llegar a ser las ganas de matar a alguien.


Creo que es pertinente recordar que la sociedad se ha organizado como tal para dar cuenta de las “bajas pasiones” humanas. De allí derivan las leyes y los designios para hacerlas cumplir. La democracia sólo es viable si existe un amparo legal efectivo; esto es, que sean leyes que emanen del interés común y que se cumplan con equidad.

En el principio de la organización legal, más cercano al caos original, existía la ley taliónica, el “ojo por ojo”, el “diente por diente”. Es la ley de la reactividad, movida por la pasión de la venganza o por la impotencia, por la rabia que embarga naturalmente al agredido, al que ha sido ofendido.

Cuando los guardianes de la ley muestran insuficiencia para sostenerla o, peor aún, cuando se llega a confundir al representante de la ley con el delincuente, se encienden las pasiones y cunde el caos, resurgiendo aquella primitiva ley del talión. El riesgo es que las emociones así desbordadas se tornen contaminantes y nos encontremos en algún momento frente a una horda desenfrenada e incontrolable, tentadora circunstancia para quienes anhelan reinstalar dictaduras y modelos afines de autoritarismo que, como sabemos, llevan ineludiblemente al detrimento de la ley y la justicia. Alguien dijo alguna vez que si prevalece la política del ojo por ojo todos terminaremos ciegos.

Quienes están a cargo de la autoridad tienen que entender claramente cuál es su rol y la importancia del cumplimiento de su función como ordenadores de un caos que siempre estará allí, detrás de la naturaleza humana, acechando, esperando el momento en que la ley afloje para reinstalar las formas primitivas de justicia.

Hay un sentimiento general de falta de autoridad o de respeto por la misma. Esto por cierto no es responsabilidad sólo de los guardianes del orden sino que compromete a toda la sociedad. Pero son los elegidos, los representantes ungidos en las urnas, los que necesitan recordar que tienen que dar el ejemplo. No deben olvidar que están en ese lugar en representación de quienes los eligieron. No son los privilegiados que se sacaron la suerte y organizan la “cosa nostra” del partido o de los intereses personales que se nutren del poder. Es penoso ver cómo se maneja la ley, cómo se tergiversa la realidad frente a delitos flagrantes. Se llega a tal punto que resulta no solamente una agresión a sus representados sino una burla insultante al sentido común.

No hay que olvidar que los delitos de función lamentablemente sirven de ejemplo. Aprovecharse de los favores del poder no pasa desapercibido, pero es notorio el que alguna gente que en su momento criticó estas inconductas, influidos por sus identificaciones inconscientes, terminen también actuando de la misma manera. Es como si al ingresar al ejercicio del poder se instalara otra ley, una ley que transcurre en los linderos de la doble moral, lo que la cultura popular, en el caso del Congreso, ha bautizado como “la alianza de los otorongos”.

A veces esto es tan grosero, tan fuera de la realidad, pero tan universal, que recientemente las crónicas nos informaron de unos funcionarios de la banca norteamericana que armaron un festín con los dineros que su gobierno les estaba dando como apoyo de sobrevivencia. ¡Pobres!… necesitaban de ese poquito (apenas 180 millones de dólares) para sobrevivir… No alcanzaban a entender que se trataba de la sobrevivencia del país, de su sistema, de su gente y no de esas glamorosas burbujas paradisíacas desde las que repudian la condición humana.

En nuestro país, el efecto compensador del populismo crea una falsa euforia, una sensación de logro, que nos puede llevar a “olvidar” temas pendientes vinculados con la sanción pública impostergable de actos de corrupción.

Es lamentable ver cómo los ratings de aprobación otorgan mayor puntaje… hasta al Poder Judicial… ¡mientras personajes como Sánchez Bedón salen de la cárcel!

Es previsible que una serie de actos dolosos - que salieron hace poco a la luz y que andan por ahí, en la congeladora- se atenúen, sin resolverse, hasta que, como tantas veces, terminen sin la sanción ejemplificadora que tanto necesitamos.

El pueblo requiere con urgencia autoridad, orden, seguridad, confianza, respeto y dignidad. Las autoridades no deben esforzarse en parecer justas y probas. Tienen que serlo. No basta la bonanza económica. Dejémosle a los romanos la política de “pan y circo”.

Se necesita cultivar valores. Son necesarias figuras paradigmáticas que expresen verdadero amor por el prójimo, por su país, por sí mismos; a quienes no les sea ajena la vergüenza ni el sentido del honor; gente dispuesta a dar la vida por intereses que no sean sólo el poder o el dinero.

La educación no es tan sólo tarea del colegio. Se recoge mucho más desde el ejemplo. Y, cada persona que aspire a ser autoridad debe tener muy claro a qué se compromete. El premio de ser elegido tiene que ser un premio para el pueblo, no para la persona elegida. No se trata de jurar “por Dios y por la plata”. Ese no puede ser el objetivo. Nuestra mayor aspiración tiene que volver a ser el servir a los demás, no más el servirse de los demás.

Retomando el tema del ajusticiamiento por mano propia de unos pasajeros indignados, vemos que esto es tan sólo la muestra de una indignación creciente, de una impotencia que desborda hacia reacciones violentas.

Estamos frente a una realidad que hay que entender más estructuralmente. El llamado a la unidad para resolver estos temas tiene que ser sobre sólidas bases éticas que necesitan remontar -seguramente con mucho esfuerzo- una larga historia en la que hemos convivido con la corrupción, al punto de generar una distorsionada lectura de la ley y de lo justo.

Hay motivos suficientes como para temer un mayor desborde. No dejemos de observar que el fantasma de la violencia crece con cada minuto que posterguemos este viraje hacia un liderazgo con autoridad que, en principio, necesita sustentarse en una autoridad moral.

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