viernes

2010/11/30 ¡Qué vergüenza!

El ser humano tiene un programa genético que lo condiciona para, entre otros, tener sentimientos de vergüenza. Forma parte del paquete de emociones y afectos que se pone en juego en el proceso de integración social.

Se siente vergüenza ante la mirada del otro, del semejante al que le estamos fallando en una acción o gesto esperado. La vergüenza tiene que ver con los valores que compartimos en nuestros colectivos sociales y culturales.

A diferencia de la culpa, que atañe a la falla moral, la vergüenza refleja la vulneración de un valor esencial. Implica, en principio, una falla ética. Moviliza profundos reflejos viscerales que se muestran en el sonrojo al verse sorprendidos (o no) en falta.

La conclusión inmediata es que, en tanto estamos rodeados de legiones de sinvergüenzas, la integración social es pobre.

Nadie es ajeno a un entorno en medio del cual se desarrolla, se entrampa o definitivamente fracasa en sus proyectos personales, familiares, laborales o sociales.

Hace unos días, uno de mis pacientes, que llegaba tarde, comenta sobre las personas que tiran papeles en la calle. Me dice que muchas veces les llama la atención pero que es una tarea infructuosa y desalentadora. Le digo que, a veces, me detengo, igual, a llamarles la atención y que me subleva ver que, estando a unos pasos de los recipientes que la municipalidad ha puesto para tal fin, igual tiren los papeles al suelo.

Pero, le digo, quisiera contarte una anécdota de esta mañana. Venía en el auto y, en uno de esos tramos de corte que a veces uso, se produjo una atracadera. En medio del coro de las bocinas exaltadas, varios taxistas empezaron a meterse en el carril de sentido contrario, alcanzaron una calle lateral y raudos se metieron por entre los intersticios de los autos que, guardando las formas, hacían una larga hilera.

Llegado a la callecita lateral, vi que, nuevamente, otros taxistas se metían entre los autos y lograban dar la vuelta a una esquina, luego de la cual, una avenida les daría el respiro de la fluidez. Sin pensarlo mucho, me parecía que era viable la maniobra y me lancé en la ruta abierta, encontrándome, apenas doblada la esquina, con que se trataba de una pista de doble sentido y que ya los taxistas estaban obstruyendo a dos autos que venían en sentido contrario.

Como suele ocurrir, la paciencia de los que estaban en orden nos hizo un espacio para que fuéramos pasando. No quería mirar cuando me crucé con las personas a las que habíamos perjudicado con nuestra invasión de área. Pasó una señora joven y luego un caballero de unos cuarenta, quien me hizo el siguiente reproche… “Oiga, de los taxistas se puede esperar… ¡pero, usted!”.

Hace mucho que no sentía tanta vergüenza.

Me disculpé, sin atenuantes… Tenía razón, era lo que yo mismo había estado pensando y lo que sentiría en su lugar…

Ya en el camino hacia el consultorio me quedé con la escena y con el sentimiento, derivando de a pocos a una sensación grata, acompañada de la intención de no caer en estas transgresiones que, más allá de poder encontrar excusas o atenuantes, eran faltas a lo que yo mismo quisiera que los demás respeten.

Lo grato de la reflexión tenía que ver con que yo sintonizaba con mi vergüenza. Me permitía ver mejor aquello que aún me queda por corregir en mí mismo, que los cambios no vendrían del cielo y que felizmente hay gente que es capaz de llamarte la atención de manera adecuada, que no se hacen cómplices desde el silencio o desde el llamado de atención airado que, más que nada, se solaza en una descarga visceral, en una forma solapada de satisfacción morbosa, sintónica con quienes cometen las faltas.

Así, en una reflexión compartida, con mi paciente pudimos retomar el tema de la puntualidad y otras formas en que incumplimos con las normas de convivencia. Coincidimos en que es bueno no alejarse del cultivo de la sana vergüenza, que es un sentimiento que, lejos de movilizar nuestros reflejos de ocultamiento, negación o proyecciones en los demás, nos trae el mensaje de que hay algo por corregir… de que estamos en falta.

Lo lamentable es ver en lo cotidiano que nuestras autoridades han perdido la vergüenza y, desde sus posiciones ajenas a este sentimiento, permiten que el ejemplo cunda. Es espeluznante ver cómo nuestros políticos y funcionarios no están a la altura de pedir disculpas y retirarse como expresión elemental de vergüenza. Demuestra que viven ajenos a nuestra mirada. No son buenos ejemplos. No deberíamos votar por ellos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

El ser humano tiene un programa genético que lo condiciona para, entre otros, tener sentimientos de vergüenza. Forma parte del paquete de emociones y afectos que se pone en juego en el proceso de integración social.

¿Qué pasa con las personas en las que este paquete como lo llamas no funciona?

Gracias por tu respuesta

Pedro Morales dijo...

La predisposición genética aporta un 50%; el resto corre por cuenta del entorno, la influencia familiar y sociocultural.

La activación de los sentimientos de vergüenza tiene que ver con los valores a los que es adscrito este sentimiento, situación en la que el entorno refleja ponderaciones y trascendencias.

La esencia valorativa de sí mismo, la autoestima basada en un sentido personal trascendente, aquello que en psicoanálisis está ligado a la idea de un “ideal del yo”, nos marcan la pauta de lo que somos, de lo que estamos haciendo o dejando de hacer, en función de lo cual, sentiremos o no plenitud, bienestar… y hasta orgullo. En caso contrario, es la vergüenza la cosecha.

La mirada de los demás es apenas una extensión; la más honda y auténtica vergüenza se siente en realidad ante uno mismo.

Sin embargo, otras formas de vergüenza se cultivan con lamentable frecuencia en nuestra sociedad actual, son forzadas e inauténticas. Suelen ser aquéllas que no han permitido el desarrollo de la persona y se pierden en diferentes modelos de narcisismo atrapado en la fatuidad. Entonces, la vergüenza derivará de no tener ropa de marca, de no ser bonito o de no corresponder a determinado pelaje.

Distorsiones de la vergüenza llegan a ser nominables como perversión. Son las que tienen que ver con el cultivo de la inescrupulosidad en función de ambiciones desmedidas. Los padres (y madres) no cultivan otro valor que la acumulación material, la sensualidad tentadora de la inmediatez, a cualquier precio. La honra y el honor no tienen peso en esta medida y hasta puede que la vergüenza se emparente con la idea de haber fallado en tal o cual “faenón”.

De esta forma hemos ido derivando en una cultura de la corrupción, del sin sentido, donde la denuncia de la falta al compromiso de valores no aporta sanción social. Siendo así, la vergüenza transita por reductos limitados, quizás en el corazón de unos cuantos que sufren de lo que se llama la “vergüenza ajena”.

La vergüenza equilibra las disparidades. El fuerte, si es noble, se avergonzará de abusar del débil. Incluso, el débil tendrá vergüenza de abusar de su debilidad sin aportar algo a cambio, sin responder con gratitud.

Felizmente el “paquete” es reprogramable, pero necesita del sostén y cultivo dentro del colectivo social.

Gracias por tu comentario, cordialmente, Pedro Morales