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2013/04/16 La emoción del reconocimiento

Julio de 2013, Celebración de los 30 años del CPPL

Fue en el contexto de las celebraciones del aniversario número 30 del CPPL. Habíamos organizado algo así como “la fiesta de la gratitud”. Inicialmente se trataba de un reconocimiento a los colegas y amigos que nos habían ayudado en los comienzos de la escuela, dictando clases o supervisando. “Pusieron el hombro”, como bien lo dijo uno  de ellos (Carlos Crisanto), denotando que se trataba de un gesto natural, propio de las gentes solidarias. Así lo sentíamos también de parte de los demás homenajeados. La ceremonia empezó con palabras llenas de emoción, luego abrazos, obsequios recordatorios, otras palabras, agradecimientos, anécdotas…  
El afecto fluía en un clima contagioso. La sala estaba llena, como pocas veces ocurre: familiares, alumnos, exalumnos. De pronto un giro en la ceremonia dirigió su atención hacia los fundadores.  Los miembros del comité organizador habían preparado una sorpresa y vinieron nuevas frases, llenas de cariño y reconocimiento, luego de lo cual proyectaron fragmentos de una foto en la que figurábamos los tres: Alberto, Fernando y yo.  La fueron presentando acompañada de frases que ni recuerdo, frases alusivas al esfuerzo, la integración y la perseverancia.

Y, el “ni recuerdo” tiene que ver con una creciente emoción, que fue llenando mis ojos de lágrimas, que intentaba inútilmente reprimir. Era mi escena temida: el reconocimiento.  Se suponía que luego tendría que decir unas palabras y sentía que cualquier extensión de este momento sólo podría ser un torrente de emoción sin palabras.

Estaba rodeado de mi familia, habían invitado a mi esposa y a mis dos hijos varones, Gonzalo, mi hijo mayor, además había llevado a mi nieta, la que miraba a hurtadillas, quizás percibiendo mi turbación. El desborde llegó a su punto mayor cuando anunciaron que nos otorgaban una medalla de oro, que me sería entregada por mi hijo menor.  Totalmente invadido por la emoción, salí al frente para ser condecorado por él. No atiné a decir palabra (o no recuerdo si dije algo). Era demasiado.

Ser reconocido en un detalle tan valorado para mí es como si de pronto me quedara sin piel, expuesto al menor roce, a la brisa de los afectos que suelen surgir cuando el que te brinda el reconocimiento lo hace de corazón, cuando sientes que el reconocimiento es desde una sintonía del que puede ver algo que uno tiene pudor de mostrar: que uno lo espera, que lo anhela en silencio y que a veces se añeja. Es el reconocimiento que uno desearía que aparezca desde el cultivo del ejemplo en los demás, errado o no, desde el intento de hacer institución para cultivar la cultura del colectivo, de la unión, de la fuerza del deseo compartido, a partir de nuestras fortalezas y debilidades.

Me tocó en lo más hondo esta celebración. Sentía el calor humano de la cercanía de la apertura sincera en el encuentro y, más allá de mis lágrimas y del temor al desborde emocional, sentí que bien valían 30 años de remar para llegar a esta orilla.  Es adonde siempre había querido llegar, a un mundo de semejantes y diferentes que se reconocen en lo esencial, en el humano anhelo de vincularse y prodigarse lo mejor de cada quien, capaces de ser solidarios y sostenedores cuando se requiere, sin las ataduras de la obligación o el sometimiento, sostenidos por el deseo y la libertad de ser quienes realmente son.

Siento una profunda gratitud por los que me permitieron crecer en esta aventura de echar a andar la institución, por Alberto, Fernando, Maty Caplansky, Marta Saldivar… por tantos amigos que hoy dictan cursos en el centro, en quienes registro, además de su vocación docente, esa disposición solidaria en la que anida la amistad. Sin ellos no lo hubiéramos podido lograr. Gracias  por todo.

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