viernes

2015/02/09 Teodolinda


Esta mañana, mi empleada Teodolinda, quien trabaja en casa desde hace más o menos 12 años, me contó llorosa que su marido se había ido de la casa llevándose sus cosas.  Además, al parecer de manera muy despectiva, le dijo que se iba con una chica más joven.

Con su bebé en brazos (su segunda hija en dos años de emparejamiento informal), ella resumía su impotencia en la frase “¡Ahora que voy a hacer”!  

Me sobrecogió.  Pensé que podía quedarse en casa a vivir, pero también recordé lo terca que había sido en buscar un cuartito donde tener “sus cosas”, su propia casa, un hogar, sus hijos… ¡Qué pena verla fracasar... y tan pronto!

Camino al consultorio, recordé que a mi empleada anterior le había ocurrido casi exactamente lo mismo, sólo que, en el caso de ella, el hombre reapareció muchos años después para, en el primer reencuentro, hacerle un tercer hijo.  El padrinazgo en el que derivó mi relación con ella nada pudo hacer sobre los hechos consumados aunque, en los momentos en que se pudo, le aconsejamos sobre formas de cuidarse, detalles en que también la instruyó su ginecólogo.

En el caso de Teodolinda, el marido se oponía a que ella tomara dichas precauciones, protestando por las libertades que supuestamente buscaba obtener.   “¡Con quién te estarás metiendo!”, le decía.  Por supuesto, su primera reacción al recibir la noticia del embarazo fue sospechar de su paternidad.

Me venía preguntando, entonces: ¿qué pasa con los varones de nuestra sierra?, ¿cómo es posible tanta insensibilidad, tanta agresión para con sus mujeres... para con sus hijos?  Pero inmediatamente me di cuenta de que esto no es sólo una actitud de nuestros compatriotas serranos.  Es algo que  podemos observar en general en hombres de todas las regiones y de todos los niveles sociales de nuestro país. ¿Es sólo una manera irresponsable de evitar el compromiso que significa la paternidad? ¿Es sólo un descuido negligente el que los lleva a tener hijos y abandonarlos?

Creemos que algo más está en juego.  La mujer, al convertirse en madre, normalmente y de manera natural, se resiste a renunciar a las tareas exigentes propias de la maternidad.  Es posible que, durante un período, tome cierta distancia de su rol como pareja para dedicarle más tiempo a la criatura.  En esto, además, influyen otros factores de la vida actual, como el tener que trabajar a la par que atender a su criatura, en agotadora jornada, para poder compensar las limitaciones usuales del varón para sostener el hogar.

Es posible que en el hombre se dé una reacción de rechazo a su descendencia por sentirse desplazado del lugar privilegiado que hasta entonces mantenía.  Por otro lado, puede sentir como una afrenta poco tolerable el no poder mantener las así llamadas “cargas de familia”, sin sacrificar sus privilegios de fin de semana.  Las reacciones que se observan en el hombre denotan una suerte de prolongada adolescencia irresponsable, favorecida por el entorno social que lo tolera y no lo condena. 

Por otra parte, una resignación penosa  lleva a la mujer a reincidir en relaciones de maltrato, como si no pudiera aspirar a otra cosa, humillada ante su pareja como un mandato social sin alternativas.  ¡Qué penoso observar la desvalorización del rol de la mujer, de la madre, de los hijos en nuestra estructura social!   Es como si todos los esfuerzos por legislar y protegerlos terminaran en soluciones timoratas, sanciones sin modificación de la partitura esencial.

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