Esta
mañana, mi empleada Teodolinda, quien trabaja en casa desde hace más o menos 12
años, me contó llorosa que su marido se había ido de la casa llevándose sus
cosas. Además, al parecer de manera muy despectiva,
le dijo que se iba con una chica más joven.
Con
su bebé en brazos (su segunda hija en dos años de emparejamiento informal),
ella resumía su impotencia en la frase “¡Ahora que voy a hacer”!
Me
sobrecogió. Pensé que podía quedarse en
casa a vivir, pero también recordé lo terca que había sido en buscar un
cuartito donde tener “sus cosas”, su propia casa, un hogar, sus hijos… ¡Qué
pena verla fracasar... y tan pronto!
Camino
al consultorio, recordé que a mi empleada anterior le había ocurrido casi
exactamente lo mismo, sólo que, en el caso de ella, el hombre reapareció muchos
años después para, en el primer reencuentro, hacerle un tercer hijo. El padrinazgo en el que derivó mi relación
con ella nada pudo hacer sobre los hechos consumados aunque, en los momentos en
que se pudo, le aconsejamos sobre formas de cuidarse, detalles en que
también la instruyó su ginecólogo.
En
el caso de Teodolinda, el marido se oponía a que ella tomara dichas precauciones,
protestando por las libertades que supuestamente buscaba obtener. “¡Con
quién te estarás metiendo!”, le decía. Por
supuesto, su primera reacción al recibir la noticia del embarazo fue sospechar
de su paternidad.
Me
venía preguntando, entonces: ¿qué pasa con los varones de nuestra sierra?, ¿cómo
es posible tanta insensibilidad, tanta agresión para con sus mujeres... para
con sus hijos? Pero inmediatamente me
di cuenta de que esto no es sólo una actitud de nuestros compatriotas serranos. Es algo que podemos observar en general en hombres de
todas las regiones y de todos los niveles sociales de nuestro país. ¿Es sólo
una manera irresponsable de evitar el compromiso que significa la paternidad? ¿Es
sólo un descuido negligente el que los lleva a tener hijos y abandonarlos?
Creemos
que algo más está en juego. La mujer, al
convertirse en madre, normalmente y de manera natural, se resiste a renunciar a las
tareas exigentes propias de la maternidad.
Es posible que, durante un período, tome cierta distancia de su rol como
pareja para dedicarle más tiempo a la criatura. En esto, además, influyen otros factores de la
vida actual, como el tener que trabajar a la par que atender a su criatura, en
agotadora jornada, para poder compensar las limitaciones usuales del varón para
sostener el hogar.
Es
posible que en el hombre se dé una reacción de rechazo a su descendencia por sentirse
desplazado del lugar privilegiado que hasta entonces mantenía. Por otro lado, puede sentir como una afrenta
poco tolerable el no poder mantener las así llamadas “cargas de familia”, sin
sacrificar sus privilegios de fin de semana. Las
reacciones que se observan en el hombre denotan una suerte de prolongada
adolescencia irresponsable, favorecida por el entorno social que lo tolera y no lo condena.
Por
otra parte, una resignación penosa lleva
a la mujer a reincidir en relaciones de maltrato, como si no pudiera aspirar a
otra cosa, humillada ante su pareja como un mandato social sin alternativas. ¡Qué penoso observar la desvalorización del
rol de la mujer, de la madre, de los hijos en nuestra estructura social! Es como si todos los esfuerzos por legislar y
protegerlos terminaran en soluciones timoratas, sanciones sin modificación de
la partitura esencial.
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