Federico era un cotizado gerente de la empresa en la que
trabajaba. Vivía pendiente de su mujer y
se esmeraba en cumplir de inmediato cualquier deseo que ella expresase.
Un domingo cualquiera salieron a almorzar. No era una fecha conmemorativa; sólo tenía
muchos deseos de compartir ese mediodía con ella. Ya en el restaurante elegido, cada uno hizo
su pedido. Aperitivos de por medio, nuestro personaje se puso
achispado y alegrón, al igual que su queridísima esposa.
Todo estuvo bien
hasta que trajeron los platos elegidos. De pronto, el dulce Federico se puso furioso
cuando vio que su mujer había pinchado uno de sus camarones sin pedírselo y… ¡se
lo estaba comiendo! Él le dijo que no
podía ser, que se quedara con el plato, que ella sabía que a él no le gustaba que
hiciera eso… que no era la primera vez, etc. etc. Incluso, le pidió al mozo que
se llevara el plato. Como ella le
reprochó lo exagerado de su gesto, él, lleno de ira, se dio media vuelta y se
retiró del restaurante, ofendido de que ella no entendiera sus razones.
Más tarde, cuando
ella regresó en un taxi, continuaron la discusión ingresando a temas mayores,
como la falta de afecto verdadero.
Al parecer, ella
comprendió que no tenía sentido prolongar la discusión y se fue a dormir, cosa
que fue sentida dolorosamente por Federico como una confirmación de sus
reclamos de no ser querido.
Al día siguiente,
profundamente resentido, luego de haber dormido mal, en el cuarto de visitas,
Federico enrumbó al trabajo pero no pudo llegar a la oficina. Seguía alterado y lleno de angustia, pensando
que su mujer lo iba a dejar.
Me pidió una
consulta “extra” (estaba en psicoterapia) en la que se dedicó a repetir una y
otra vez el relato de lo acontecido, convencido de que tenía razón.
Logramos que se
calmara y convinimos en que había tenido un desborde. Había sido atrapado por una “regresión”. Se había comportado todo ese tiempo como un
niño confundido y ofuscado, en parte en competencia con su mujer y en parte
aterrado por la idea de que lo abandonaran por “portarse mal”. Vimos que esto estaba perturbando su vida
laboral, ya que era frecuente que faltara a la oficina por situaciones
similares.
La explicación y
el acogimiento comprensivo lograron que recobrara el equilibrio necesario.
Ojo con las
regresiones… No sólo se pierde el trabajo, pasa también que las esposas se
llegan a hartar y resultamos materializando lo temido: que nos abandonen.
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