Antonio era un muchacho muy bien parecido, de posición económica acomodada. A los veinte tenía ya su carro propio. Vestía con pulcritud y buen gusto, el pelo siempre bien recortado y peinado, sus zapatos, bien lustrados, clásicos, no solía usar zapatillas. Se dedicaba de lleno a los estudios y su única distracción era poner la música a todo volumen, encerrado en su cuarto. Le gustaba el Rock más que la música romántica. En sus momentos de soledad, en medio de la música, se masturbaba con intensidad, casi con violencia. No tenía enamorada, nunca la había tenido, y sus fantasías bullían con intensidad frente a las revistas de Play Boy que mantenía ocultas a la vista de los padres, en especial de la madre, que “siempre lo espiaba”.
Su padre, un destacado médico y su madre, una abnegada ama de casa, le habían dedicado todos sus desvelos. Todo esfuerzo que pudieran hacer era poco para convertir a éste, su único hijo, en una persona de éxito y veían con beneplácito como su pequeño crío iba tomando cuerpo en la vida. Había sido el primero de la clase en el colegio y ahora ponía toda su dedicación en la universidad. Era realmente el hijo ejemplar, el que siempre soñaron. Ambos padres provenían de un estrato social de clase media y habían luchado duro para tener ahora las comodidades que podían ostentar. El padre no perdía oportunidad para mostrarse como ejemplo ante el hijo: “a tu edad, yo estudiaba 16 horas al día...” “no fui a un cine durante años...”. Parecía no ser impositivo, pero era evidente que si no se hacía lo que esperaba se resentía mucho, se ponía mal, su tono de voz cambiaba y “no perdonaba” hasta que los demás, en especial su hijo, se comportaran “como debe ser...”.
Como vimos, nuestro muchacho se esmeró en corresponder con las expectativas de papá y mamá. Era un chico modelo. Pero, tanto sus compañeros de la Universidad, como los muchachos del barrio, en especial las chicas, lo consideraban un sobrado, un “creído”. Siempre pasaba apurado y, cuando se le acercaban para hablarle, respondía con frases breves, en tono un poco duro, levantando la voz, con cierta distancia y aparente suficiencia. Siempre sabía todo. En los exámenes, trataban de que él les sople pero él no estaba de acuerdo con eso, por lo que algún compañero le puso de apodo “puente roto” (nadie lo pasaba).
No tenía amigos íntimos y, si accedía a ir a las fiestas, no tomaba como los demás, en parte por corresponder a las preocupaciones de los padres y, también, porque tenía en cuenta que al día siguiente tenía que estudiar. Solía ponerse a conversar con los padres del dueño del santo, quienes se quedaban siempre encantados con él.
Era duro para bailar y fácilmente decía lo que no le gustaba. Esto generaba tirantez con las chicas. Estaba sólo un rato en las reuniones y era uno de los primeros en retirarse. Los muchachos, poco a poco, lo dejaron de invitar. “Es un sobrado, un creído…”, decían.
Es el caso de muchos “primeros de la clase”, admirables, brillantes, que saben de todo, se comportan con mesura y se ganan la admiración de los padres de los demás, “que ya quisieran tener un hijo así”. El único problema es que se han desarrollado sobre la base de cumplir con las normas, de llenar las expectativas de los padres o de “las personas mayores”, que luego pasan a ser representadas por la Universidad, los profesores o “las tareas”. Todo ello lo hacen a costa de su desarrollo personal. No tienen lugar para ellos mismos, para jugar, tener amigos, “perder el tiempo” de vez en cuando. Todo es muy serio y no desarrollan cualidades empáticas. Esto hace que los demás los perciban como distantes y “sobrados”.
Algunos, en la etapa universitaria, empiezan a dar signos de agotamiento por su exigente plan de vida. No toleran las frustraciones y cualquier fracaso los afecta profundamente. Los empiezan a jalar por bajo rendimiento (casi siempre increíble, dados sus antecedentes) y se abandonan con facilidad o se tornan evitativos, rehuyendo clases, exámenes y hasta renunciando a la intención de estudiar, instalándose en una pasividad difícil de remontar. Otros, hacen cuadros psiquiátricos, como psicosis o depresión. Algunos, empiezan a consumir drogas o a tener impulsos sexuales desviados. Hay quienes llegan a mantener un doble frente: los padres siguen “felices por su rendimiento” mientras ellos se drogan “a muerte”.
El excesivo desarrollo desde el lado puramente intelectual o a partir del sometimiento a las normas, sacrifica muchas veces el desarrollo de la empatía, por lo que se producen dificultades de adaptación social. Nuestro relato muestra el caso de un muchacho que se ha convertido en alguien ajeno a sí mismo: un viejo… Se ha convertido en su propio “viejo”, que es incapaz de reconocer a su hijo como un ser diferente.
Como de todas maneras hay un muchacho dentro de él, que no sabe como expresarse, se pone tieso cada vez que se le acercan: se muere de miedo y empieza a defenderse, habla como “un adulto”, con una asertividad cerrada, no dialogante. Es como si surgiera el padre desde dentro y dijera “aléjate de mi hijo” y que a su hijo le dijera “no te juntes con ése”, “haz sólo lo que yo te diga…”.
El modelo de funcionamiento es fundamentalmente represivo y esto lleva a que todo lo que surja de él como necesidad o deseo no tenga lugar. Por extensión, esto lleva a inhibiciones profundas que, como en el sexo, lo condenan al reducto de la masturbación o al ascetismo. A futuro, en el mejor de los casos, llevará una vida sexual “por razones higiénicas”. Se ha instalado en su mente una censura que lo domina totalmente. Ser él mismo es vivido como un temor de fallar a sus padres, que dependen narcisísticamente de él. De no ser así, siente que les haría “un daño terrible”. Esto lo lleva a inhibir, también, su agresión, ya que la fantasía es la misma: “los dañaría”.
La consecuencia es que en el inconsciente se acumula rabia por el sometimiento vivido. Pero, la culpa por dicha rabia lo lleva a un mayor sometimiento y a una necesidad de castigo que, en nuestro ejemplo, aparece desde el lado de la restricción de sus placeres (salvo a escondidas y con el radio a todo volumen).
En el fondo, el saldo de autoestima real es muy pobre por lo que necesita sobre compensarse ante los compañeros jugando a “sabelotodo”. La verdad es que es un “sabelonada”, en el sentido que no sabe nada de la vida. Es esto lo que le da ese tinte de “creído”. Justamente “necesita creérselas”(estar convencido) para no resquebrajarse al comprobar sus vacíos y carencias.
Sugerencias
- Si se encuentran con un “sobrado” o “creído” no siempre se la crean. Lo más probable es que sea un tímido al que se le puede ayudar a integrarse.
- La mejor manera de romper con esta estructura es pudiendo intimar, contactarnos con el ser agazapado que no se atreve a mostrarse.
- Necesitan su tiempo para poder confiar y nosotros necesitamos de mucha paciencia para entenderlos.
- Lo más sencillo del mundo es ser amable. La actitud importa. El riesgo es caer en la trampa y calificarlos reactivamente a la vez que los rechazamos.
- Por supuesto que lo peor es tratar de forzarlos para que cambien. Ya han tenido mucho de eso.
- Tampoco se trata de “salvarlos”. La idea es comprenderlos. Cualquier empresa de “salvataje” forzada sólo profundizará la situación. Son muy sensibles a la “invasión” de los deseos del otro.
- Ningún padre debe poner sus propias expectativas de realización en sus hijos.
- En estos casos, suele ser difícil entenderlo y, más aún, aceptarlo. Los padres de estos chicos necesitan reflexionar sobre sus propias carencias
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