Hablamos de autocontrol cuando nos referimos
a la capacidad de una persona de manejar sus impulsos y emociones dentro de un
rango conveniente para los fines de su coexistencia social y, en particular,
para su sobrevivencia. El autocontrol es producto del aprendizaje a través de
la experiencia personal en la interacción con el entorno desde los momentos más
tempranos de la vida.
El autocontrol inicia su desarrollo desde las
primeras relaciones con la madre, quien funciona, entre otras cosas, como
reguladora de las intensidades de la emoción, en particular en la atenuación de
la experiencia del miedo y del estrés derivado de la vulnerabilidad del bebé.
La efectiva y oportuna regulación de las
emociones del bebé influye decisivamente en la forma en que se va desarrollando
su cerebro y en la organización de su red de enlaces entre las neuronas, de su
trama sináptica cerebral, algo así como el cableado de las conexiones que van
organizando los reflejos básicos de sus respuestas frente a las circunstancias
de peligro tanto como a las de búsqueda de aquello que le resulta necesario o
deseable.
Lo que al principio fue sostenido por la
interacción con la madre, pasa luego a ser sostenido por el propio individuo. Se
va produciendo un aprendizaje que sedimenta en las estructuras cerebrales
correspondientes y el individuo empieza a funcionar sin la ayuda externa (que
no deja de ser requerida, pero ya no de manera indispensable). Es, entonces,
cuando podemos hablar de autocontrol.
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