Ayer dejé mi auto en el taller para el servicio de rutina, motivo por el cual, de pronto, volví a ser un ciudadano “de a pie”. Cuando esto sucede, suelo caminar, lo cual resulta excelente para mi alicaída estructura muscular y mi salud en general.
Caminar me permite ir a otro ritmo, detenerme en detalles que usualmente no puedo ver cuando voy en el auto. Increíblemente, a contramano de lo anterior, caminando puedo, también, ir más rápido. Puede que haya alguna gente en las aceras, pero nada detiene el ritmo que quiero imprimirle a mi marcha. Eventualmente, puedo correr (me acordé a última hora que tenía que pagar mi saldo de tarjeta de crédito), cosa que no puedo hacer con el auto… Además, no tengo el problema del estacionamiento y, menos aun, el temor de dejar el auto en lugares donde me lo puedan robar.
Para los tramos largos, como ir a casa, ahora uso taxi. Cuando joven, en estas circunstancias, podía recurrir a los micros, pero ahora ya estoy viejo y, aún si estuviera joven, no puedo imaginarme enlatado y a merced de estos “matadores” al timón.
La tentación de escribir algo proviene de algunas vivencias de esta mañana. Al salir de casa y atravesar, esta vez caminando, el agobiante atolladero de 5 cuadras, que debo enfrentar rutinariamente en mi carro cada día, avanzando a 1 por hora, pude mirar la escena que cotidianamente me atrapa: estar en medio de un mar de autos, rodeado de gente impaciente que pareciera creer en la magia de los estruendos de su claxon para espantar a esa “manada de imbéciles” (así parecieran sentir) que les obstruye el camino.
Pensé en la cantidad de combustible que se desperdicia, más allá de los humores que se deterioran y el valioso tiempo que se esfuma en la impaciencia estéril que suele acompañar a la impotencia ante la contundencia del caos. Sentí un alivio inmenso de estar fuera de la escena, moviéndome a voluntad, manejando mi tiempo. Cuando tomé un taxi, ya en las afueras del mar entrampado que acababa de dejar atrás, sentí otros beneficios: mi dolor de espalda no me molestó como otros días, cuando tengo que manejar, asimilando la tensión que ahora veía desde fuera.
Pude conversar con el taxista, mientras él lidiaba con el tránsito, desesperado por ganarle al tiempo. Escuché su música, la salsa que no siempre sintonizo, pero que me hablaba de letras a las que no suelo prestar atención. Me puse a pensar en eso y muchas otras cosas mientras alguien se hacía cargo de trasladarme a la oficina. Por otro lado, pensaba en que estaba dando trabajo a una persona, probablemente con un costo apenas mayor al que me resulta trasladarme por cuenta propia.
Siempre me ha costado trabajo dejar el timón a otro. Eso forma parte de mis reflexiones sobre el motivo de la lumbalgia (dolor de espalda) que me aqueja. Ha sido, entonces, un regalo a mis necesidades de disminuir la tensión de mis músculos y de mi vida, de desacelerar un poco mi rutina… o más bien rediseñarla.
Creo que mi auto pasará del taller al garaje por un tiempo…
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