Un
grupo de padres de adolescentes de un conocido colegio, me invitó a dialogar
sobre cómo manejarse ante el reto de los cambios propios de esa edad.
Me agradan estas iniciativas: padres que
buscan informarse, reflexionar, encontrar respuestas… Al parecer, se reunían con frecuencia; imagino
que en función de las diferentes actividades que tienen que ver con sus hijos y
el colegio. Comentaban que suelen ser los mismos de siempre, que una gran
mayoría se mantiene a distancia de la convocatoria. Esto me recuerda mi propia
experiencia en el grupo de padres que nos reuníamos a propósito de la
organización de actividades de nuestros hijos y de sus compañeros de colegio… Parece
ser una constante: unos pocos siempre se interesan mientras que una mayoría
mantiene distancia o no se involucra. Creo que el país camina de manera
parecida.
Bueno, el hecho es que la tendencia general en
este grupo es a preocuparse y anticipar los múltiples riesgos a los que se
pueden ver expuestos sus hijos. Conversamos acerca de cómo nuestros hijos adolescentes
nos muestran en buena medida cuánto logramos, como padres, desarrollar una
autoridad basada en el respeto mutuo y el reconocimiento de la coherencia y
sinceridad de nuestra conducta.
Tiene que haber una cuota de confianza, de escucha
verdadera, y estar en posición de entender las circunstancias y el sentir de nuestros
hijos, reconociendo el momento por el que están atravesando, de crecimiento y necesidad
de autoafirmación, de poder cometer errores que ellos mismos puedan resolver
con o sin nuestra ayuda. Donald Winnicott, pediatra y psicoanalista inglés, señala
que el arte estriba, no en estar permanentemente preocupados sino en ocuparse
de la resolución de las dificultades.
Estamos comprometidos a sostener los límites,
allí donde percibamos que ellos no pueden sostenerlos, pero sin recurrir a la
condena o la sanción punitiva sino integrando la reflexión de lo que puede
estar pasando con nuestros hijos adolescentes y cómo pueden sentirse. La
adolescencia de nuestros hijos nos enfrenta a ejercer nuestra autoridad, no
desde el poder de la fuerza sino integrando nuestra madurez sensible, recordando
nuestras propias épocas de adolescentes y cómo nos sentíamos.
Saludablemente, se requiere, también,
examinar cómo nos sentimos nosotros mismos.
Algunas veces, nos incomoda el que no tengamos sobre ellos la autoridad como
cuando eran niños y nos perturba el sentimiento de impotencia ante la
dificultad de encontrar respuestas alternativas y creativas, más elásticas, a
la vez que coherentes y consistentes.
Es importante que nuestros hijos adolescentes
sepan que cuentan con nosotros, que nuestra autoridad y puesta de límites no inhibe
el diálogo ni la negociación de acuerdos, de permisos ni de su necesidad de “exploraciones
en la vida”; que puedan cometer sus propios errores aprendiendo a enfrentarlos
con responsabilidad, buscando respuestas y soluciones por sí mismos pero, a la
vez, sabiendo que, si no pueden solos, podrán recurrir a nosotros o a alguna
persona de su confianza con la que puedan abrirse.
Un pecado frecuente que cometemos es el de sobre-protegerlos,
hacerles la vida demasiado fácil y, a veces, favorecer en ellos una actitud de
poca responsabilidad, con todos los derechos y pocas obligaciones.
No perdamos de vista el hecho de que vivimos
en una sociedad enferma, llena de autoritarismos pero con una autoridad endeble
que tenemos que fortalecer. Se requiere, de parte de las autoridades y de la sociedad
en general, un mayor control de los espacios a los que pueden concurrir los
adolescentes, espacios que, por ejemplo, no promuevan el expendio y consumo de alcohol y drogas. Esto,
sin perder de vista la importancia de nuestro propio ejemplo de comportamiento
ético. No podemos esperar que hagan lo que decimos si nosotros hacemos lo
contrario, si no somos coherentes y consecuentes con lo que proponemos como
norma.
Otro espacio a tener en cuenta es la elección
de un colegio para nuestros hijos donde se eduque en la reflexión, en la
responsabilidad, en la disciplina, orientándolos hacia la excelencia no
forzada, donde se inculquen valores y se reste espacio a la figuración banal y
a la propuesta consumista de marcas y posesiones; que el lugar donde estudian
nuestros hijos fomente lazos y aperturas afectivas y no promueva diferencias y
exclusiones provenientes del dinero, de la raza, de la belleza física, del origen
social, etc.
Bueno, mucho hay que revisar sobre este tema
y es fundamental examinar el mundo en que vivimos, la forma en que nos estamos
relacionando, y darnos cuenta de cómo, desde la crianza del bebé, ya se está
fallando en la configuración de sus relaciones afectivas. La empatía hace agua porque hemos perdido
buena parte de la forma natural y saludable de criar a nuestros infantes, dejándonos
llevar por una forma de crianza “responsable” que, en realidad, lo que hace es
poner el énfasis en el confort o la economía.
Vemos cómo, muchas veces, pensamos que nuestra autoestima depende de lo que tenemos, mostramos o pretendemos ser y no de lo que humanamente somos. Alguna persona, de este grupo con el que me
reuní, mencionó la enseñanza recogida desde una novela en la que se apreciaba el valor de dejar el asidero
del poder del dinero para rescatar el valor del sujeto como persona sensible.
Después
de tan ameno encuentro, me sorprendió recibir un regalo. Supongo que algo de
gratitud es inherente al gesto y, por cierto, yo también estaba agradecido por
el honor de la invitación.
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