Julio de
2013, Celebración de los 30 años del CPPL
Fue en el contexto de las celebraciones del
aniversario número 30 del CPPL. Habíamos organizado algo así como “la fiesta de
la gratitud”. Inicialmente se trataba de un reconocimiento a los colegas y
amigos que nos habían ayudado en los comienzos de la escuela, dictando clases o
supervisando. “Pusieron el hombro”, como bien lo dijo uno de ellos (Carlos Crisanto), denotando que se
trataba de un gesto natural, propio de las gentes solidarias. Así lo sentíamos
también de parte de los demás homenajeados. La ceremonia empezó con palabras
llenas de emoción, luego abrazos, obsequios recordatorios, otras palabras,
agradecimientos, anécdotas…
El afecto fluía en un clima contagioso. La
sala estaba llena, como pocas veces ocurre: familiares, alumnos, exalumnos. De
pronto un giro en la ceremonia dirigió su atención hacia los fundadores. Los miembros del comité organizador habían
preparado una sorpresa y vinieron nuevas frases, llenas de cariño y
reconocimiento, luego de lo cual proyectaron fragmentos de una foto en la que
figurábamos los tres: Alberto, Fernando y yo. La fueron presentando acompañada de frases que
ni recuerdo, frases alusivas al esfuerzo, la integración y la perseverancia.
Y, el “ni recuerdo” tiene que ver con una
creciente emoción, que fue llenando mis ojos de lágrimas, que intentaba
inútilmente reprimir. Era mi escena temida: el reconocimiento. Se suponía que luego tendría que decir unas
palabras y sentía que cualquier extensión de este momento sólo podría ser un
torrente de emoción sin palabras.
Estaba rodeado de mi familia, habían invitado
a mi esposa y a mis dos hijos varones, Gonzalo, mi hijo mayor, además había
llevado a mi nieta, la que miraba a hurtadillas, quizás percibiendo mi
turbación. El desborde llegó a su punto mayor cuando anunciaron que nos otorgaban
una medalla de oro, que me sería entregada por mi hijo menor. Totalmente invadido por la emoción, salí al
frente para ser condecorado por él. No atiné a decir palabra (o no recuerdo si
dije algo). Era demasiado.
Ser reconocido en un detalle tan valorado para
mí es como si de pronto me quedara sin piel, expuesto al menor roce, a la brisa
de los afectos que suelen surgir cuando el que te brinda el reconocimiento lo
hace de corazón, cuando sientes que el reconocimiento es desde una sintonía del
que puede ver algo que uno tiene pudor de mostrar: que uno lo espera, que lo
anhela en silencio y que a veces se añeja. Es el reconocimiento que uno desearía
que aparezca desde el cultivo del ejemplo en los demás, errado o no, desde el
intento de hacer institución para cultivar la cultura del colectivo, de la
unión, de la fuerza del deseo compartido, a partir de nuestras fortalezas y
debilidades.
Me tocó en lo más hondo esta celebración. Sentía
el calor humano de la cercanía de la apertura sincera en el encuentro y, más allá
de mis lágrimas y del temor al desborde emocional, sentí que bien valían 30
años de remar para llegar a esta orilla.
Es adonde siempre había querido llegar, a un mundo de semejantes y
diferentes que se reconocen en lo esencial, en el humano anhelo de vincularse y
prodigarse lo mejor de cada quien, capaces de ser solidarios y sostenedores
cuando se requiere, sin las ataduras de la obligación o el sometimiento,
sostenidos por el deseo y la libertad de ser quienes realmente son.
Siento una profunda gratitud por los que me
permitieron crecer en esta aventura de echar a andar la institución, por
Alberto, Fernando, Maty Caplansky, Marta Saldivar… por tantos amigos que hoy
dictan cursos en el centro, en quienes registro, además de su vocación docente,
esa disposición solidaria en la que anida la amistad. Sin ellos no lo
hubiéramos podido lograr. Gracias por todo.
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