(Publicado en la Revista Resource)
Hace
meses me consultó un joven ejecutivo, desempleado, quien traía como primera
preocupación su dificultad para lograr un compromiso de pareja estable (sus relaciones
solían ser muchas y cambiantes). En
segundo lugar, empezaba a preocuparle el prolongado tiempo sin conseguir el
alto nivel de empleo al que estaba acostumbrado.
Al
sentarse, noté que depositaba en la mesita lateral dos modernos aparatos de
comunicación, uno de los cuales podría identificar como un blackberry y otro,
que no supe qué era, que lucía igual de sofisticado.
Ya en
la sala de espera, me había recibido mirando fijamente uno de estos aparatitos mientras
escribía algo en él. Luego, durante la
entrevista, empezaron una serie de interrupciones, en las que, luego de decir
“disculpe”, miraba y escribía en estos aparatos móviles, lo que cortaba el
diálogo, generándome una sensación de incomodidad.
Dada
esta notoria interferencia, se la señalé
preguntándome y preguntándole si ésta no sería una muestra de su “dificultad
para conectarse” y, tal vez, hasta para “comprometerse”.
Su
respuesta apeló a la “normalidad” de su uso, a su necesidad de estar conectado
porque en cualquier momento podía llegar un mensaje o una llamada importante.
Es decir, no acogió la invitación a desconectar sus aparatos para poder
conversar sobre los motivos de consulta.
Por
cierto, esta persona sólo vino un par de veces más, repitiendo la misma
pauta. Era notorio que le costaba
entender mis intentos de relacionarme con él, atrapado como estaba en su
peculiar “sistema de comunicaciones”.
El
escenario que comparto es lamentablemente cada día más frecuente. Aparentemente, estamos más comunicados que
nunca, a la vez que nos es casi imposible compartir un tiempo con los demás de
manera presencial, con resonancia afectiva, visual, con intimidad, sin prisa…
En otras palabras, para algunas personas el contacto humano natural queda cada
vez más distanciado debido a la tecnología.
Por
cierto, como en todo, el uso racional de estos instrumentos es útil y brinda
muchísimas ventajas. El problema viene
cuando su utilización desmesurada nos atrapa a nosotros o a nuestros hijos, condenándonos a una existencia virtual que favorece el empobrecimiento de los
lazos afectivos o de los compromisos personales. Esto se suma a una tendencia social
predominante de formas individualistas y egoístas.
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