La muerte es un hecho ineludible: de todas
maneras, alguna vez, nos vamos a morir o van a morir nuestros seres queridos.
Es una ley de la vida, con determinantes biológicos que tienen que ver con la
preservación de la especie y la evolución de la misma.
La muerte es, sin embargo, uno de los
marcadores más intensos de nuestra actitud ante la vida. Nacemos en
circunstancias de vida o muerte y si falta quien nos acompañe en estos
particulares momentos, (la madre en particular) podemos arrastrar el resto de
nuestras vidas un trastorno de angustia que de manera esporádica o permanente
nos moviliza el sentimiento de que nos vamos a morir.
Como ejemplo, puedo citar lo que ocurre
cuando nos viene una crisis de pánico: la persona siente que en ese mismo
instante se va a morir y todo su cuerpo se comporta como tal. Esta angustia de
muerte le acelera la respiración, le provoca taquicardia, sudoración, hasta puede
orinarse en total descontrol del sostenimiento de sus funciones fisiológicas.
Casi siempre esta angustia va de la mano del sentimiento de desamparo; esto se
explica, también, porque el bebé, al inicio, si no tiene quién lo proteja está
expuesto a que algún depredador lo pueda matar. El marcador más importante que
dispara la angustia de muerte son los traumas de los primeros meses de la vida.
Luego, con el ingreso a la vida infantil y
luego la adultez, aprendemos los patrones culturales que nuestro entorno mantiene respecto a la
muerte; así, la podemos ver como una tragedia, como algo terrible que moviliza
angustia o considerarla como un proceso natural, como parte de la vida. Incluso,
podemos ver la muerte como un pasaje a otro nivel espiritual, a otra dimensión
de existencia. Visto así, la persona que muere puede habitar “otra vida” en paz
o ajena a su propio dolor humano e, incluso, que puede acompañarnos.
En familias que padecen de formas de ansiedad
suele ocurrir que la reacción, a veces ante la sola ausencia momentánea de uno
de sus miembros, es entendida como que “algo le pasó”, “seguro tuvo un
accidente” o “se murió”. Es esa angustia que subyace en el inconsciente, la de
las huellas más tempranas de la ausencia o del sufrimiento cuando bebés, la que
dispara la primera lectura de lo que pasó, que es casi siempre totalmente
irracional y tiene distinta proporción de acuerdo al grado de afectación de la
persona.
En algunos casos, se configura una verdadera
fobia ante la muerte o todo lo que tenga que ver con ella. Una persona puede no
tolerar ni siquiera ver un funeral, ni enterarse de que alguien se ha muerto,
sin sentirse afectado. Son casos en los que, además, puede sumarse una pauta
obsesiva, por ejemplo, que después de darle la mano al deudo que ha perdido a
un pariente, tenga que lavarse compulsivamente para limpiarse de la
contaminación mortal… Por cierto, son casos en los que estas personas
ineludiblemente tienen que visitar a un especialista, ya que requieren
tratamiento, sea con medicamentos o psicoterapia (lo mejor suele ser una
combinación de ambos).
Es una gran paradoja el hecho de que las
personas afectadas por este sentimiento suelen perderse la oportunidad de vivir
plenamente. En realidad, marcados así por el temor, por la angustia
generalizada, no viven, más que nada sobreviven, la vida cotidiana también les
causa temor, hacer vínculo anticipa siempre el temor a perder a la pareja, lo
cual convierte en una tortura entrar en relación afectiva con alguien… a quien
luego pueden perder.
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