La angustia es una expresión biológica relacionada con las necesidades de sobrevivencia; es la parte visible de un sistema de defensa conocido como de “ataque-fuga”. En ocasiones de peligro, este sistema nos prepara para enfrentarnos o para huir.
La prioridad es la defensa. Tenemos que defendernos para poder sobrevivir. El peligro moviliza un complejo sistema de ajuste neurofisiológico y psíquico que compromete a la totalidad del organismo y sus funciones. “Los mandos superiores”, imparten sus órdenes. Por ejemplo, hacen que el corazón lata más rápido, ofertando una mayor cantidad de sangre (oxigenación y glucosa) al organismo, especialmente al cerebro y a los músculos. Esto permite incrementar la atención hacia el objeto amenazante, permitiendo una mejor evaluación de las posibilidades de enfrentarlo con éxito o, si no fuera posible, optar por un no-enfrentamiento o por una retirada cautelosa.
El enfrentamiento y superación del problema nos deja una sensación de fortaleza, seguridad y confianza en nosotros mismos. Por el contrario, la evasión constante de las situaciones de peligro puede generar un círculo vicioso en el que la resultante es la convicción de que no podemos, de que somos incapaces de hacerle frente a las dificultades. Esto causa una merma en la confianza en nuestras capacidades personales, el empobrecimiento de nuestra autoestima y un sentimiento de impotencia ante circunstancias que, en muchos casos, podrían resolverse si no fuera porque el temor nos lo impide. Nos convertimos en lo que se conoce como “personas tímidas”.
Se entiende que la evaluación de las circunstancias llevará a la persona a tomar la actitud más adecuada de acuerdo a sus capacidades reales y a sus objetivos en la vida.
La resolución de las situaciones adversas se acumula en la memoria y predispone positivamente a situaciones futuras similares. De ello deviene el logro de la capacidad de reconocer y manejar lo que en psicoanálisis se conoce como “la angustia señal”, es decir, la precisión equilibrada de lo que es el peligro y la respuesta adecuada frente a éste.
El pánico surge cuando, frente al estímulo peligroso, la persona tiene una vivencia de impotencia total, motivo por el cual no puede optar por una medida resolutiva. Queda atrapada por una sensación de exposición total al peligro. Entonces, aparece el sentimiento de riesgo de muerte, demarcado por la naturaleza misma de la angustia, que tiene ese lazo biológico con la preservación de la vida (necesidad de sobrevivir) que mencionamos al comienzo.
Entendamos que, para un bebé, no contar con la compañía de su madre por un tiempo determinado (a veces muy breve) significa un riesgo de vida o muerte. Miles de años de desarrollo filogenético (animal) movilizan la alarma cuando la madre no está presente, ya que el bebé está expuesto a los depredadores o a la falta del sostén fisiológico que aporta la madre. El llanto angustiado es un llamado a la madre a fin de restaurar el sentimiento de protección y las garantías de sobrevivencia.
Un poco más grandecito, el niño se ve confrontado con las posibilidades de castigo o pérdida de cariño por parte de los padres. Su comportamiento requiere adecuarse a ciertas pautas que provienen del exterior, con las que se ve precisado a negociar. El fracaso o riesgo de fracaso en estas negociaciones moviliza angustia en el niño. Si, hasta ese momento, el desarrollo del niño ha ido fortaleciendo su sentimiento de seguridad y confianza en sí mismo y en su entorno, la angustia que surge es atenuada y moviliza recursos adaptativos adecuados.
Si, por el contrario, el niño ha tenido una infancia difícil, traumática, en el futuro se desencadenarán con facilidad trastornos de pánico o empezará, desde muy temprano, a usar mecanismos internos que contrarresten la activación de la angustia. En el extremo de estas reacciones podemos encontrar el bloqueo afectivo de los niños autistas.
Eventualmente, subsisten problemas sin resolver, que se reprimen o se inhiben circunstancialmente. Estos son conocidos como “conflictos infantiles”, conflictos cuya resolución quedará como tarea pendiente hasta encontrar momentos más adecuados para enfrentarlos y encontrarles solución. Las angustias del adulto recorren el camino de las huellas que quedaron de esos primeros momentos de la infancia y la niñez.
Cuando, por diferentes razones, el yo infantil o adulto se encuentra en un estado de flaqueza o empobrecimiento, la angustia puede adquirir las proporciones del pánico. Esto puede ocurrir, por ejemplo, ante la exposición violenta y/o prolongada a situaciones de estrés (muerte de un ser querido, separación, abandono, guerra, violación, maltrato, falta de realización en la vida, etc.).
Resumiendo, entre las causas de angustia o pánico encontramos:
- Fallas en la relación temprana con la madre por dificultades de ésta (angustia de desamparo, pánico)
- Situaciones de estrés traumático en la infancia temprana
- Enfermedad, dolor, trastornos físicos o genéticos no resueltos adecuadamente por el entorno.
- Conflictos en la niñez en relación a desencuentros con los padres en cuanto a:
- Dificultad para la expresión de la agresión
- Dificultad para la expresión del erotismo
- Dificultad para la expresión de las necesidades regresivas
- Dificultad para la expresión de las necesidades de autoafirmación y reconocimiento (las propias y las de de los padres)
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