En
repetidas ocasiones he escrito sobre mi padre. También, he citado frases de mi
abuela. No cabe duda que me nutrí de sus cálidas compañías a lo largo de esos
años tempranos de mi vida en que uno graba emociones para siempre. Diría que,
más que extrañarlos, los tengo muy presentes, habitan en mí, son parte de mí….
Con
mi madre ocurre algo muy diferente. Hace 7 años que se fue. Se apagó de a pocos, a lo largo de años, como
una velita cada vez más languidecente, haciendo espacio a la resignación y al
anhelo de que logre al fin su descanso eterno.
De
ella guardo recuerdos también nutritivos, pero de otro orden, distintos a los
de mi padre y abuela. Mamá mostraba sus afectos a través de la comida, sus ojos
brillaban, sentada al frente del plato que me servía el mediodía de cada jueves,
orgullosa de haberlo preparado, a veces durante horas, haciendo los caldos o
cuanto fuera necesario para que adquiriese ese delicioso sabor que su sopa
serrana adquiría en mi paladar. Ni qué decir de la búsqueda de los ingredientes
que con real devoción y entrega se esmeraba en adquirir, mientras daba espacio
al reencuentro con sus “caseras” en el mercado, con muchas de las cuales solía
tener diálogos en quechua mientras jugaban a negociaciones y “yapas” en las que
se incluían de natural los gestos de atención y afecto.
Para
ella, el disfrute consistía en verme saborear el delicioso manjar –que me
encantaba- hasta dejar “el plato limpio”, como nos había inculcado desde niños.
Si no era así, es que no estaba bien, es
que no me había gustado. Por supuesto, el caso contrario (más bien frecuente), en
que yo solía repetir, pedir más de su rica sopa serrana, podía llevarla a una
sensación de realización insondable y era cuando solía repetir: “bien hecho, te
ha gustado”. Podíamos, entonces,
despedirnos en paz, con la confianza de que se había dado el encuentro.
Hablábamos poco, hacíamos comentarios banales y con frecuencia juegos de humor
de mi parte que la hacían divertirse por un rato.
Cada
tanto me comentaba sobre sus sueños, en donde el gran protagonista era mi
padre. Nunca dejó de soñarlo en los más de 40 años que lo sobrevivió. En sus
sueños había de todo: si bien lo más frecuente era que pelearan, no dejó de
hacerle un espacio para encuentros íntimos que intentaba evitar comentarme,
hasta aceptar con rubor mi natural deducción de lo que no me estaba contando.
A lo
largo de años sostuvimos el ritual de los jueves: la misma sopa, similares
comentarios, nada especial que esperar, hasta que un día me di cuenta que sí
había estado esperando algo diferente de su mirada hacia mí. Fue cuando jugando
a que yo era pobre y que merecía toda su herencia, me responde “pobre tú…? Tú eres rico espiritualmente…”. Me emocioné
hasta las lágrimas. Mi madre siempre había sido muy beata, religiosa de ritual.
Que me dijera lo de espiritual, ya que
por cierto me consideraba así, llenó mi alma de la sensación de ese
reconocimiento que nunca había sentido de ella, que en realidad era posible
tener con ella esa experiencia de intimidad que la vida siempre nos reserva,
aunque descreamos de ello, aunque no lo sepamos apreciar en su momento..
Ahora,
al borde del centenario de su natalicio, ese recuerdo me llena y, mirando en mi
presente, me pregunto si el placer por cocinar para las personas que quiero no
viene siendo un homenaje permanente a esa rica sopa serrana, que mamá siempre
servía con devoción.
Que
mi recuerdo te acompañe con gratitud querida Emmita, dondequiera que estés que
todo te sea bendito.
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