La anécdota viene a cuento de que, participando en una competencia de billar a tres bandas, en aquel entonces, luego de una semana de entrenamiento, terminé ganando con mi equipo la medalla de oro. En ese momento me pareció que mis méritos tenían que ver más que nada con el esfuerzo de mis compañeros para lograr que participara, para lo cual me animaron y acompañaron en los entrenamientos.
Para las olimpiadas del año pasado tomé la iniciativa y me empecé a entrenar con tres meses de antelación. Esta vez sí sentí que era meritorio obtener la medalla de oro, tal como ocurrió. Incluso, le gané a un contrincante que sabía jugar muy bien a tres bandas.
Pero, resulta que me quedé “pegado” a esta poco conocida disciplina y seguí asistiendo al escenario de mis entrenamientos, ya no para las olimpiadas sino por el placer de hacerlo. Pronto se convirtió en un gratísimo entretenimiento que, poco a poco, fue incrementando mi destreza, al punto que, en esta oportunidad, no podía menos que aspirar a la medalla de oro de las olimpiadas 2012. Les di a mis amigos y familiares la noticia de que tenía mi torneo esta semana (la pasada) y que iba a ganar la dichosa medalla. ¡No tenía dudas!
Constituido en el lugar de los hechos (soy ex alumno del “Colegio Militar Leoncio Prado”), me comunicaron que nuestro “primer round” era con la promoción XVI. Al momento de mirar hacia donde se encontraban nuestros rivales, reconocí, entre un grupo entusiasta y exaltado, un rostro en especial: se trataba de un ex campeón nacional, y –después me enteré- 5 veces representante internacional del Perú en lides de billar a tres bandas, dueño, además, de un billar y profesor en esas artes… Paro de contar… Me invadieron una serie de sentimientos encontrados. “No puede ser”, pensé. “Deben haberlo contratado y no es de la promoción…”. Pregunté y, efectivamente, era miembro de la “Gloriosa XVI” (en nuestro colegio todas las promociones se autodenominan “gloriosas”).
Reclamé, aduciendo que no era justo, que deberían haber categorías, etc. Alguien de mi promoción me explicó que el caso era a la inversa de lo que ocurría en atletismo, donde uno de los representantes de nuestra promoción es campeón mundial… Enojado, hice un amague de retirarme porque, además, se demoraban y había un enredo descomunal en el orden y los horarios. Encima, tenía que esperar; no tendría el privilegio de la “muerte rápida”. Y, lo inevitable ocurrió. Me dieron una tanda tremenda y me puse más tenso de lo habitual cuando compito (tema que retomaré) y no logré hacer una sola carambola. ¡Un desastre! Hacerle pasar por similares circunstancias a mi rival de la segunda partida pareció atenuar la afectación de mi ego herido. Al final, sólo logramos el tercer puesto (de tres posibles); o sea, nos llevamos la medalla de bronce.
Ya más tranquilo, pensaba en la ironía del destino y las pruebas para el ego que siempre nos saldrán al paso: cuando no lo merecía, gané el oro; ahora, que “merecía el oro”, gané el bronce. Pero, extendiendo la reflexión, la verdad es que venía bien el bronce. Necesito cultivar la humildad y saber perder.
Tomé conciencia, más que nunca, de mis niveles de competitividad, cosa que siempre negué. “No me interesa competir”, he dicho muchas veces. Siendo el menor de seis hermanos, debe haber resultado una buena estrategia, ya que siempre me las ingeniaba para “ganar” “sin querer queriendo”.
Esto me quedó más claro cuando al día siguiente tuve un sueño en el que literalmente era castrado (con posibilidades de restitución si me apresuraba a buscar ayuda), cosa que explicaba la naturaleza infantil de mi molestia y la alta tensión generada al enfrentar al rival “mas grande”.
Bueno, es un tema para extenderse, una oportunidad de hacer un poco de autoanálisis… Lo dejo allí. ¡Bienvenida mi medalla de bronce! Me ha dejado motivos para meditar y, acaso, reconocer mi interés en competir… ¡y ganar!
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