A lo largo de mi ejercicio profesional, innumerables
veces he tenido que responder a la pregunta sobre la diferencia entre
“psicólogo” y “psiquiatra”, o entre “psicoanalista” y “psicoterapeuta”, cosa
que no voy a responder en esta nota. Es un preámbulo para contestar un amable
mail en el que se me consulta sobre una situación personal de alguien que está
en un tratamiento de corte psicoanalítico.
Puede tratarse de un psicoanálisis o de una psicoterapia
psicoanalítica de largo plazo. En ambos casos la intención terapéutica se apoya
en la capacidad del ser humano de repetir, en el vínculo con el terapeuta, las
pautas de su comportamiento, sean estas maduras o inmaduras. Entendamos
maduras, como aquellas más adecuadas a la realidad actual que le toca vivir a
cada quien e inmaduras aquellas que insisten en que las cosas le pasen más a la
manera de situaciones pasadas, lo que suele derivar en conflicto o desencuentro
con el entorno. En el primer caso la persona es más “sujeto” de su vida; en el
segundo, se ubica más como “objeto” de la vida.
Se han propuesto muchas maneras de entender el camino a
la madurez. Winnicott (un psicoanalista
inglés) propone un camino que parte de la situación de dependencia absoluta (la
de los primeros meses de vida), que va evolucionando hacia la obtención de la
capacidad de estar a solas. Un intermedio en este desarrollo es la posibilidad
de una dependencia relativa, que es cuando el niño logra jugar “solo”, siempre
y cuando alguien lo acompañe o esté cerca por si es necesario.
En las relaciones terapéuticas, estas pautas se
reproducen. Es entonces que los pacientes pueden no tolerar ni la separación de
fin de semana, se las ingenian para invadir los espacios privados del terapeuta
y hasta pueden precipitar la ruptura del proceso por la intolerancia a la
separación.
Otros casos, intermedios, pueden mantener un vínculo
idealizado, tratan de hacer lo posible por que el terapeuta no se enoje con
ellos, configuran una relación idealizada en la que la sola idea de no contar
con su terapeuta es aterradora.
Llega un momento en que el paciente es capaz de sostener
la propia observación de sí mismo, acompañado por su terapeuta. Es cuando ha
incorporado la mirada analítica y ya le es posible pensar en funcionar solo… Aún
así, asusta la idea de separarse.
Lograr esa capacidad de auto observación, es expresión de
que una terapia está teniendo logros. El gran paso es la separación sin
sentimiento de catástrofe; es haber logrado la posibilidad de hacer duelo, de trascender
las pérdidas de los seres queridos o necesarios, aunque sólo se trate de un
cambio en la relación; dejar de ser niño para ser un hombre en la vida, por
ejemplo, dueño y responsable de sus decisiones, capaz de depender
equilibradamente de los demás.
Es, entonces, cuando la separación del terapeuta tiene
sentido, cuando no hay temor de decir lo que se siente, cuando predomina el
sentimiento de que el otro siempre estará allí... porque yo puedo recordarlo.
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