Desde nuestro lugar de ciudadanos, resulta inevitable el cotidiano malestar
que se nos origina cuando nos llueven noticias sobre los dislates de nuestros
así llamados “padres de la patria”, también bautizados como “Otorongos”.
En psiquiatría, cuando evaluamos a un paciente, tomamos en cuenta una serie
de variables: su comportamiento, su manera de relacionarse con los demás, su
coherencia, su consistencia, la forma en que sostiene su identidad, su
capacidad de trabajo, responsabilidad, creatividad, sus objetivos y su sentido
de vida. También, es importante saber acerca de sus basamentos éticos y
morales, así como de su capacidad de memoria, etc.
Un examen serio de nuestra psicopatología política amerita un enfoque más
bien interdisciplinario. En ese sentido, las ciencias sociales tienen mucho por
decir.
Con la salvedad anterior, ensayaremos un análisis psiquiátrico de nuestros
representantes políticos, lo cual nos llevará al terreno de una tipificación de sus personalidades. El hallazgo posible es variopinto. Vamos a
encontrar mucha gente narcisista, sociópata, histriónica, paranoide,
megalómana, con una estructura borderline o limítrofe, etc. También, por cierto, habrá
gente “normal”, en el sentido que se trata de personas que tienen una estructura
de personalidad más o menos estable y flexible.
En las últimas décadas la población de representantes políticos ha crecido
en función de la franja emergente. Muchos de ellos han ascendido en la escala
social desde una actividad signada por el "éxito" económico, muchas veces
ligado a la actividad informal y, también, probablemente, a actividades no lícitas. Ha mermado, más bien, la presencia de los
políticos tradicionales, “de carrera”.
En tanto que nos manejamos desde una organización social, que se pretende democrática, es
posible la coexistencia de distintas organizaciones de personalidad, más o
menos proclives a un funcionamiento democrático. En todo caso, dado el sistema,
tendrán que lidiar con una estructura que los obliga a lograr acuerdos por
consenso para ejercer sus funciones desde el poder.
El riesgo del protagonismo derivado de la personalidad del líder se
contrapesa naturalmente con el equilibrio de poderes. Algo diferente ocurre en
regímenes dictatoriales, donde el uso del poder por una persona
garantiza el abuso y las distorsiones de la realidad.
Es frecuente, sin embargo, ver que frente a la precariedad de gestión
ofrecida por nuestros representantes políticos, una y
otra vez se reclamen gobiernos dictatoriales, pidiendo “una mano fuerte que
acabe con los corruptos”.
Salvando distancias, es como cuando una estructura de personalidad precaria
apela a la omnipotencia o al delirio para compensarse. Es conmovedor comprobar,
una y otra vez, cómo la necesidad de poder anula la creatividad y empobrece al
sujeto (o al sistema).
“Todo pueblo tiene el gobierno que se merece”, dice una sentencia. En
realidad, los gobernantes sólo reflejan la realidad de los gobernados. En tal
sentido, tendríamos que examinar, a través de los gobernantes, de lo que ellos reflejan,
la realidad social en la que han crecido y que les ha permitido llegar al lugar
que actualmente ocupan.
En ese sentido, más de un estudio del imaginario popular muestra que un
porcentaje mayoritario de la población es permisivo con la transgresión y la falta de respeto a las normas. Solemos escuchar cosas
como “Que robe, pero que haga obra”. Quienes se expresan así son probablemente
los mismos que no respetan la luz roja o no hacen honor a la palabra empeñada.
A la situación general se suma un contexto más amplio, el de una economía
globalizada, que tiende a borrar las líneas de cohesión social; que funciona de
manera desbordada por su afán desmedido de riqueza y de poder; que deshumaniza
la razón de la economía y suele actuar con frialdad a la hora de jugar por sus
intereses. Son los gobiernos paralelos de las transnacionales, que desdibujan
con su poder el sentido en que deben orientarse los gobiernos.
La corrupción de funcionarios, el juego de los "lobbies", el transfuguismo,
la ambición desmedida, las tentaciones o amenazas con que se manejan los
arreglos, dejan pronto a distancia la propuesta de servicio que, quizás, anidó
en algunos de nuestros representantes. Unos pocos se desgastan en un esfuerzo,
pocas veces recompensado, de poner coto a tal situación.
Desde estos comentarios, debemos decir que el mayor problema
psicopatológico de nuestros políticos proviene, en realidad, de la
psicopatización social, de una estructura de valores que ha perdido la brújula
de la perspectiva social.
Veamos lo que se entiende por psicopatía:
- En principio, es la insensibilidad, la falta de empatía que, más que nada, enraíza en la búsqueda de la realización hedonista.
- Es el egocentrismo y ausencia de culpa o responsabilidad por las propias acciones (¡nunca tienen la culpa de nada!).
- Es la mentira patológica (¡nada los detiene en función de obtener lo que quieren!).
- Es la mala fe al actuar, a trasmano de la buena fe a la que aparentemente apelan.
- Es el conocimiento de manera inteligente de las debilidades y necesidades del otro para explotarlas en su propio beneficio.
- Es el uso hábil de un aceitado encanto seductor, que los muestra poco menos que con un aura de santidad.
En su historial, los psicópatas muestran reiteradas transgresiones a la ley. En un
sentido correctivo, no aprenden ni de las sanciones a las que puedan haber sido
sometidos ni de la experiencia. No hay un arrepentimiento verdadero.
El funcionamiento del colectivo político está corroído por un
funcionamiento lamentablemente parecido a la dinámica de la “omertá”, que son
las leyes propias de la mafia: “Te tapo esto y tú me otorgas aquello". Si faltas
a esta ley, si osas fallar a la hermandad, te lapidamos” ("otorongo no come
otorongo"). Este sistema quedó ostensiblemente al desnudo gracias al
testimonio fílmico de Montesinos.
Es sorprendente el culto al dinero, la compra de conciencias, el manejo
corrupto del poder y de la ley, que involucra a tantos personajes, no todos
políticos ciertamente.
A esta condición de resquebrajamiento de los valores sociales contribuye un
hecho gravoso al que no le estamos prestando atención. Las madres, absorbidas
por el sistema, atienden cada vez menos tiempo a sus bebés. Diferentes estudios
han demostrado que el desarrollo del cerebro infantil -y en particular los
centros cerebrales relacionados con la capacidad empática y los potenciales
para la relación social- sufre con la ausencia de la estimulación interactiva temprana
con la madre. Esto deviene a futuro en pautas de relación que se conocen como
“evitativas”.
En el mejor de los casos, los niños y futuros adultos se compensan
desarrollando talentos o fortalezas para alejar el fantasma del vacío emocional
que arrastran desde la infancia. Este es, en realidad, el germen del futuro
individualismo. Es por eso que su avidez
y su codicia no tienen límites: nunca pueden llenar el vacío original. Su
memoria inconsciente no se llena con las compensaciones materiales.
Para revertir esta situación, se podrían desarrollar campañas destinadas a
que la madre tenga mayor disponibilidad de tiempo para acompañar a su hijo, que
tome conciencia de que, más allá de acompañarlo, es necesario que la madre se
contacte con él de las distintas formas en que es posible hacerlo: con la
mirada, los gestos, el contacto físico, las caricias, los juegos en general. Es
eso lo que su hijo necesita para activar su cerebro emocional (y social). Por
ejemplo, las mujeres de nuestra sierra miran poco a sus hijos, juegan poco con
ellos, prefieren adormilarlos, cargándolos a su espalda. En otros sectores, los bebés son encargados a
terceros (a las “nanas”) y, muchas veces, van pasando de mano en mano sin poder
establecer vínculos duraderos y saludables.
Los resultados los vemos más tarde a nivel social.
La garantía de una resonancia social saludable depende, más de lo que
imaginamos, del diseño neurofisiológico resultante del buen vínculo entre la
madre y el bebé. Un tema imprescindible, entonces, es el de la prevención,
fundamentalmente la promoción de la relación saludable entre la madre y su hijo
desde el inicio de la vida, del apego seguro.
Se sabe que los tres primeros años son cruciales para el desarrollo
futuro del ser humano.
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