¿Qué es eso del amor incondicional?
El amor incondicional constituye un anhelo, una expectativa, que habita en lo más recóndito del alma humana: encontrar a alguien que nunca deje de estar, que nos garantice de manera absoluta la satisfacción de todas nuestras necesidades, que nos proteja de todo mal, que no nos desampare, que nunca muera, que nos quiera por encima de todo y de todos, que no vea por otros ojos que no sean los nuestros. Es la búsqueda de alguien que esté dispuesto a fundir su alma con la nuestra; sentir, oler, palpitar al unísono, vivir o morir sin que se produzca desunión alguna, lejos del fantasma aterrador de la separación o la pérdida.
¿Existe el amor incondicional?
El amor incondicional puede existir durante etapas, momentos, situaciones especiales, pero como algo transitorio. Por ejemplo, como una primera vivencia del amor en el caso de una buena relación inicial entre la madre y el bebé, que implique sintonía total en la entrega amorosa, pero que, también, permita ciertos momentos de desencuentro, a partir de los cuales el infante empieza a descubrir caminos propios. El amor incondicional se presenta cuando la madre está en condiciones de entregar su vida misma por el amor a ese hijo suyo, que la necesita tanto como ella a él.
Pero, no se piense que es todo un sacrificio penoso, una tortura impuesta a la que la madre debe someterse. Muy por el contrario. En ese encuentro hay una mutua entrega de amor y alegría, un placer muy particular, que se expresa como una devoción que se nutre de esa comunicación tan especial, a través de las miradas, expresiones, gestos, movimientos y sonidos que, de a poco, van tejiendo las claves esenciales, básicas, de la comunicación amorosa: una armonía inigualable que deja huellas para toda la vida.
El contexto para este amor inicial e iniciático es el de una condición de necesidad vital, apremiante, en el que la incondicionalidad va decreciendo en su intensidad en relación directa con el desarrollo vital de las capacidades del bebé. La sintonía absoluta de los comienzos va haciendo lugar a una relación enriquecida por la experiencia de saber que se cuenta con el otro, de que está disponible, de que no se pierde aunque esté a distancia o incluso que a veces no esté. Los buenos amores incondicionales de comienzo dejan una huella de confianza interior en el bebé. A futuro ya no se requerirá de la incondicionalidad. La huella del vínculo habita en nuestro interior, en nuestra memoria, y nos predispone en positivo a tolerar la distancia o los cambios en la relación.
Si se reactiva esta necesidad en el futuro, como ocurre en el enamoramiento, quien tuvo una buena “pasantía” en el apego temprano, estará mejor preparado para cuando nuevamente las distancias y las emociones se atenúen y aparezca la cruda realidad (como ocurre al final del enamoramiento).
El amor de la necesidad requiere de la incondicionalidad. Es el amor más primitivo: el de la mamá y su bebé.
Más tarde, en la vida, aparece otra forma de amor: el amor del deseo. Un niño ocupa ahora el lugar del bebé y tiene una mayor diferenciación de sí mismo y de los demás, un logro suficiente de autonomía, la posibilidad de estar a solas sin alarmarse, sin asustarse. Puede ahora dar forma a lo que quiere, lo evoca, lo anhela y lo expresa con claridad, llegando así a conducir la satisfacción de algo más que sus necesidades básicas.
La diferencia entre necesidad y deseo la podemos graficar comparando el hambre y el apetito. El hambre requiere comida y pronto, no importa mucho qué, se trata e saciar la urgencia. Es la expresión de la necesidad. El apetito es diferente, se da tiempo para elegir lo que a uno le gustaría comer, al punto de estar dispuesto incluso a postergar la satisfacción, con tal de darse el gusto. Las apetencias del deseo se expresan así.
El amor de la incondicionalidad se reactiva en los primeros momentos del enamoramiento. De pronto resulta que la vida no tiene sentido si no incluye la presencia y atenciones de nuestro ser amado. Uno siente realmente que sin el otro uno se muere. No hay nada más importante. Queremos fundirnos con nuestro objeto de amor, no separarnos jamás.
Por supuesto que el “te amaré para siempre” dura lo que la exaltación enamorada. No tarda en atenuarse la pasión idealizadora y no siempre queda algo para después. Cuesta mucho aceptar la separación. Es muy frecuente ver el sufrimiento desgarrado de un desengaño de este origen. El anhelo de la incondicionalidad perdida no cede y se anula, por tanto, toda racionalidad. No hay manera de entender que se acabó. Frases como “tú me prometiste…” o “entonces, nunca me has querido…” expresan el dolor y la rabia de quien ve frustrado su anhelo de incondicionalidad.
La incondicionalidad se construye en el día a día. Hoy soy incondicional pero en el futuro depende de cómo se desarrolle la relación. Los límites de la incondicionalidad están en relación directa con el sostenimiento de la mutua autoestima y desarrollo de la pareja. Se perdonan los errores, siempre y cuando no supongan un daño a la autoestima, peor aún si son reiterados e intencionales.
El balance costo-beneficio sostiene el sentido de lo incondicional. Sólo el miedo al abandono y el sentimiento de desamparo alimentan un aferramiento irracional al objeto de amor. En este caso, más que objeto de amor se trata de un objeto de dependencia.
Suele ser que el dramatismo desencadenado por la ruptura no logra aceptar que la incondicionalidad eterna es una utopía. En estos casos, lo observable es que algo falló en la infancia, dejando un vacío emocional, un hueco que es indispensable tapar, a cualquier precio. Es allí en donde no importa el sacrificio. Hay que mantener la relación a cualquier costo, inclusive al de la propia humillación o rebajamiento.
Es obvio que ya no estamos hablando de amor. Estamos frente a un "bebé adulto" viviendo su abandono con desolación y rabia. Esto impide ver la situación como una oportunidad de resolver ahora, como adultos, lo que en la infancia no se pudo, debido justamente a la absoluta impotencia y dependencia propia de esos momentos. Es impresionante cómo las personas entrampadas en estos miedos atávicos no se atreven a otras formas de vincularse. Se aferran a “lo malo conocido”.
También, al instalarse la maternidad (y la paternidad) se activa el fenómeno de la incondicionalidad (salvo fallas). Dura lo que es razonable y sabido y da lugar a una mutua elaboración de la salida. Los padres y el bebé dan muestras de poder separarse, luego de haberse favorecido que el bebé esté en capacidad de manejar la situación. La disponibilidad ocupará el lugar de la incondicionalidad. Los padres estarán allí, dispuestos, cuando sea necesario. Al igual, el niño buscará apoyo cuando lo necesite, contando con la confianza de que encontrará una respuesta acogedora.
Podríamos decir que la incondicionalidad inicial, la del enamoramiento, también deriva a una disponibilidad en el desarrollo de la pareja. Por supuesto que ambos saben que se pueden perder, pero no es esa la razón por la que se prodigan atenciones. A distancia del miedo, la pareja bien avenida se ampara en la confianza. Toda expresión de afecto es bienvenida; no hay condiciones respecto a la forma en que el otro debe expresarse. Se acepta al otro como es, con sus virtudes y defectos.
No dejan de haber límites, pero el principio que los anima es el de prodigarse atenciones porque el hacerlo es grato. No hay lugar al “yo te dí y por tanto tienes que darme”. Si se presentan fallas, errores o desvaríos, entonces, la oportunidad de un límite se expresa, también, como oportuna… y, a veces, el límite puede permitir la continuidad de la relación misma.
En otros casos, la separación se dará sin rabias ni rencores, simplemente porque perdió sentido el seguir juntos. Lo más probable es que sus proyectos de emparejamiento encuentren pronto una alternativa y que, pese a separarse, mantengan una relación cordial, siempre bien dispuesta.
Un factor de incondicionalidad en el vínculo proviene paradójicamente del miedo. El miedo nos lleva a aferrarnos a la persona que tememos perder. A veces, uno puede argumentar que es amor lo que nos mueve, pero -si tenemos como pareja a alguien que nos maltrata y que, a ojos vista, no deja de refregarnos su desprecio- no podemos evitar concluir que la motivación es el temor a la pérdida, con el adicional de estar repitiendo alguna circunstancia traumática vivida en la infancia. Estas circunstancias de traumas infantiles que no se resolvieron nos impiden hacer elecciones saludables de pareja y no dejan de llevarnos a malograr nuestros vínculos, asfixiándolos con temores y necesidades que lo único que logran, a la larga, es alejar a la pareja o provocar reacciones de rechazo agresivo.
Otras “incondicionalidades” provienen de relaciones de sometimiento, donde uno es el dominante y el otro el dominado, sin opciones, como la relación del carcelero con su prisionero que, a veces, deriva en el Síndrome de Estocolmo. Un parentesco con esta forma de relación se observa en los vínculos de la mafia, en donde, una vez sellado el compromiso, la muerte es el precio del apartamiento de “la hermandad”.
Entonces, no importa cuánto sea uno amado, lo que en realidad tiene valor es el cómo es uno amado. La idea de un compromiso con libertad y respeto tiene más garantías que la sola exaltación pasional.
No hay comentarios:
Publicar un comentario