(Este artículo, rescatado de mis archivos, creo que tiene suficiente vigencia como para compartirlo con ustedes. Fue escrito en el año 1997 para la revista “Vivir en Familia”, que por entonces dirigíamos con el Dr. Fernando Maestre.)
Muchas veces, a lo largo de la vida, hemos escuchado decir “el que no llora no mama”. Es posible que nosotros mismos lo hayamos empleado a menudo, en especial cuando hemos insistido en pedir algo que no hemos recibido, sintiendo que tenemos derecho a ello, y, al final, hemos sentido el júbilo de lograr nuestro objetivo. Aunque estamos apelando a una metáfora de una situación infantil, no hay que olvidar que para esto no hay edad. Por ello, creemos necesario comprender un poco más la naturaleza del “quejido”.
Desde ese primitivo llanto, demandante y perentorio del bebé, se da una peculiar evolución a lo largo de la vida, llegando a formar parte de los matices de nuestra manera de pedir... y, también, de recibir.
Si el bebé es satisfecho de manera natural, sin apremios, pero sin exageradas demoras, sentirá que su llanto es casi mágico, que trae consigo el encuentro y la satisfacción. Esto sienta las bases de la confianza futura en la que se puede esperar y lograr el reconocimiento de parte de aquel de quien uno espera algo.
Pero, si se encuentra una reacción hostil a las demandas o, peor aún, si la respuesta es totalmente ajena a su inquietud o, si simplemente no encuentra ninguna respuesta, puede quedar atrapado en el sentimiento de tener que adaptarse a las circunstancias, esto es, no llorar o llorar con más intensidad, hasta con furia, pero ya no para satisfacer su necesidad original sino para provocar la reacción hostil de la que empiezan a nutrirse sus relaciones con los demás.
Digamos que se convierte en alguien que “no llora” ó “llora y no mama”, porque está cargado de resentimiento y ha aprendido a relacionarse a partir de reaccionar frente a un otro que siempre es sentido como intrusivo y molesto, como él mismo se sintió en el origen.
Respecto al primer caso, ya en la vida adulta ¿quién no ha disfrutado de los dulces quejidos de la intimidad amorosa? Urgidos por la pareja a una mayor cercanía, demandados hacia una entrega total, la respuesta no se deja esperar; no existe en ello proporciones ni diferencias y el final es el mismo: la satisfacción, la saciedad... la gratitud. Al final del encuentro amoroso, la separación es tolerada sin temores porque hay confianza en que la magia del quejido (del pedido) tarde o temprano re-encontrará la respuesta del otro para re-crearse en el juego del amor.
Esto será así en principio, si hemos tenido la experiencia de que se nos escuche y atienda adecuadamente en las etapas más tempranas. Será entonces posible que podamos tolerar las situaciones más difíciles sin destruir el anhelo, sin inhibir el quejido invocador de la presencia del otro. “Lo último que muere es la esperanza” dice el dicho, ya que en estas condiciones, el último quejido será siempre de esperanza.
En circunstancias no tan gratas, tenemos los quejidos de quien sufre, de quien demanda alivio para su dolor, por enfermedad o por circunstancias adversas. Ayudar a tales personas se ve infinitamente favorecido por su disposición y confianza en ser ayudados. El paciente enfermo pasa por un momento de regresión en el que tiene que ser atendido, como cuando se es niño y es necesario tener lograda la confianza a la que nos hemos referido.
Los médicos sabemos que un paciente bien dispuesto cura más rápido que alguien que desconfía. Es conocido que un médico con disposición empática hacia sus pacientes logra muchos más éxitos que aquellos que sólo tratan la enfermedad.
Por último, están esas personas que viven quejándose, que siempre encuentran un motivo para reclamar por cualquier cosa: por lo que faltó, por lo que no se dio o lo que se dio en exceso.
Es posible que todos conozcamos a alguien así. Pueden llegar a ser insoportables. Si caemos en la trampa, terminaremos peleando o jugando al juego imposible de ayudarlos. Imposible, porque les aterra recibir. Declinar su posición los torna tremendamente vulnerables y expuestos al dolor del que viven defendiéndose. No pueden superar el temor de confiar, el temor de depender, el temor de amar. Son esos bebés a los que nos referimos al principio, que se han desarrollado guiándose por el refrán “si no puedes con él, únete a él”, como una premisa de sometimiento, de lo que en psicoanálisis llamamos “identificación con el agresor”. Así, el quejido no llama al amor, llama a reproducir la pelea, a la agresión, a hacerle al otro lo que sentimos que se hizo con nosotros; lo que, en medio de todo, es una manera de relacionarse. Tener con quien pelear ya es algo, peor es el desamparo total de la ausencia intolerable.
En esta condición, por supuesto, encontramos todas las variables imaginables y uno necesita conocer el grado de tolerancia de la que es capaz para ayudarlos a salir (si esto es posible) de ese oscuro y torturante pozo. Uno de los pasos más importantes es mantener una clara discriminación: el deseo de pelear es de él, es su odio, aunque, cada tanto también lo odiemos. Es necesario que sepa que no nos logra destruir (ni que tampoco lo vamos a destruir).
Para un terapeuta es una de las pruebas más difíciles y no siempre la podremos resolver solos. Este tipo de pacientes suele requerir todo un equipo de sostén: supervisores, colegas, su propio análisis, etc.
En la dinámica familiar de estos pacientes, lo más frecuente es que los familiares se unan para enfrentarlo condenándolo, censurándolo, reaccionando hostilmente, realimentando, así, “los motivos” para continuar con su posición.
Para terminar, creo necesario aclarar que estos “quejidos” requieren una respuesta muy particular. No se trata tanto de satisfacer la demanda formal como de contribuir a organizar los límites e ir construyendo la confianza necesaria para poder enfrentar el difícil reto de las frustraciones. Necesitamos recordar que son personas que han perennizado un sistema de defensa que les impide disfrutar de la vida.
La puesta de límites requerirá de mucha energía, de mucha consistencia, pero con afecto, sin ánimo de dañar o de vengarse.
Muchos padres no entienden cómo, “si le dan todo a sus hijos”, éstos pueden quejarse reclamando “más”, mostrando “ingratitud”. Ese “algo más” suele ser el vacío de comunicación o comprensión y, en medio de ello, la imposibilidad de contar con una verdadera autoridad que les ayude a configurar sus límites. Ahora me tengo que poner yo mismo los límites, antes de que se me quejen. ¡Hasta la próxima!
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