Hace poco tiempo le jugué una broma a un funcionario de aduana bastante tieso, encargado a la sazón de verificar si no era yo un terrorista. Mientras revolvía sin contemplaciones las cosas que mi mujer había ordenado con suma prolijidad en la maleta, me hace la pregunta siguiente: “¿Destino final?...” Me quedo en silencio y de pronto me animo a vengarme… Muy serio, le respondo… “La muerte…”. No le quedó más remedio que aflojar y sonreír…
(Me advierten que en otro país la broma podía haberme costado caro). Me remito a esta anécdota básicamente para relevar la presencia de la muerte en nuestra cotidianidad. Y, la verdad es que no siempre podemos apelar al humor para manejarnos con ella. A muchísima gente le angustia la idea de morir; mientras que a otros los habita una suerte de fantasía de inmortalidad, que a veces pareciera llevarlos a la convicción de que esas son cosas que le pasan a los demás, pudiendo llegar a un delirio omnipotente de acumulación, de riquezas, de poder, como si nunca fueran a morir.
Como todo en el ser humano, la significación de la muerte tiene connotaciones que provienen de factores genéticos y epigenéticos. Diría que nuestro organismo jamás deja de tener en cuenta la posibilidad de la muerte, tanto así que nuestra fisiología moviliza una gran cantidad de elementos para contrarrestar ese riesgo.
Desde el lado de los afectos, la expresión fisiológica del riesgo de morir es el pánico, la angustia intensa que de pronto nos hace sentir que ese acontecimiento es inminente. En el origen, es expresión del natural desamparo en que nacemos y que hace literal el que, si no hay alguien que nos atienda nos morimos. Es así que muy tempranamente, en la experiencia de ser en la vida, la angustia de muerte es relacionada con lo que se conoce como el apego.
La ausencia de la persona necesitada (“amada”) movilizará las angustias vinculadas con la sensación de morir. En otras palabras, dos condiciones a futuro movilizarán el miedo irracional a morir, la sensación de impotencia total, de falta absoluta de control (quiebra de los recursos para sostenerse integrado) y el sentimiento de desamparo, producto de la ausencia del ser "amado" (necesitado), por la razón que fuera (por muerte o abandono, por ejemplo).
Es la angustia de muerte, el pánico, lo que dificulta el que se pueda elaborar el duelo propio de la separación o pérdida. El dolor, entonces, se organiza de una forma paradojal: en tanto no se resuelve el duelo, duele… Angustia aceptar el dolor de la pérdida o de la separación y nos condenamos a un dolor sin otra solución que la evasión, la que, casi siempre, adopta la forma de la fuga o la negación.
Es muy frecuente, también, que se organicen formas idealizadas de vínculo, que se traducen en expectativas de un reencuentro con la persona perdida–idealizada (buscada ahora en "otra" persona) que, lamentablemente, están condenadas a la frustración y a la ruptura del vínculo, lo que, en el fondo, es una manera de protegerse de la reedición de la pérdida, precipitándola. Se instala así una condición de “moribundez”, que puede tener aromas de vida en tanto no aparezca el riesgo de una nueva relación afectiva importante. La paradoja es que el miedo a morir nos dificulta la posibilidad de vivir.
Por lo dicho, la idea de la muerte -traducida en términos de una separación dolorosa e irremediable, lo mismo que en el aflojamiento del control y la sobreexigencia de demostrarse a sí mismo que se está vivo- necesita, para su resolución, de una experiencia que integre la realidad de la muerte, de la separación, tanto como de la des- idealización de sí mismo y de los demás.
Es como que, el saber que vamos a morir alguna vez, nos permite disfrutar más del estar vivos; quizás tengamos más en cuenta el cuidar nuestra salud, valorarla, aprender a escuchar los mensajes del cuerpo de manera adecuada, sin caer en el alerta total cuando no corresponde, como ocurre en la situación de pánico. Vale la pena diferenciar una cierta angustia de alerta, necesaria, de aquella otra, desproporcionada e incontrolable.
Nuestra actitud frente a la muerte recibe influencias desde el entorno en el que nos ha tocado vivir, tanto de la familia como de la cultura en la que nos educamos.
Cada cultura tiene una visión de la muerte que influye en que ésta sea motivo de angustia o no. Imaginemos el sentimiento de honor y gloria de los Kamikazes, entregando su vida en favor de una causa trascendente. La convicción de una realización valorada otorga un sentimiento de satisfacción que contrarresta los emergentes de angustia que surgen en la inminencia de la muerte.
Hace tiempo, ví una película, en la que se mostraba cómo los esquimales encontraban natural que los viejos de la tribu en algún momento se rezagaran, resignados a morir, con la esperanza de alimentar, de esta manera, a los osos. El momento de partir, nutriendo a un hermano de distinto pellejo, estaba, en este caso, marcado por la programación natural, sumada a la noble causa de contribuir a la continuidad de esa misma naturaleza “que nos mata”. De esta cruda integración de la muerte ligada a la naturaleza, nos hemos ido olvidando al punto que ahora parece que la naturaleza nos reclamara con furia toda nuestra falta de cuidados hacia ella. Aún así, da la impresión que no nos estamos angustiando lo suficiente frente a ello, como en los casos de negación que mencionara antes.
Lo mismo podemos decir de las culturas que encuentran la muerte como un pasaje a otra forma de existir, desencarnada de los ropajes humanos. La muerte, en este caso, puede ser una elevación, más aún si se ha tenido una vida plena y con sentido. La creencia en un reencuentro posible en el “más allá” atenúa las consecuencias del duelo y la angustia por el abandono de los seres queridos.
Otros modelos de enfrentar la muerte acentúan el sentimiento de culpa y la posibilidad de una condena, sea al infierno o a una reencarnación marcada por los pecados de nuestra existencia, que hace que el acto de confesarse y de recibir simbólica absolución, sea un atenuante de la angustia frente a la muerte, si se estuviera en falta o pecado.
(Me advierten que en otro país la broma podía haberme costado caro). Me remito a esta anécdota básicamente para relevar la presencia de la muerte en nuestra cotidianidad. Y, la verdad es que no siempre podemos apelar al humor para manejarnos con ella. A muchísima gente le angustia la idea de morir; mientras que a otros los habita una suerte de fantasía de inmortalidad, que a veces pareciera llevarlos a la convicción de que esas son cosas que le pasan a los demás, pudiendo llegar a un delirio omnipotente de acumulación, de riquezas, de poder, como si nunca fueran a morir.
Como todo en el ser humano, la significación de la muerte tiene connotaciones que provienen de factores genéticos y epigenéticos. Diría que nuestro organismo jamás deja de tener en cuenta la posibilidad de la muerte, tanto así que nuestra fisiología moviliza una gran cantidad de elementos para contrarrestar ese riesgo.
Desde el lado de los afectos, la expresión fisiológica del riesgo de morir es el pánico, la angustia intensa que de pronto nos hace sentir que ese acontecimiento es inminente. En el origen, es expresión del natural desamparo en que nacemos y que hace literal el que, si no hay alguien que nos atienda nos morimos. Es así que muy tempranamente, en la experiencia de ser en la vida, la angustia de muerte es relacionada con lo que se conoce como el apego.
La ausencia de la persona necesitada (“amada”) movilizará las angustias vinculadas con la sensación de morir. En otras palabras, dos condiciones a futuro movilizarán el miedo irracional a morir, la sensación de impotencia total, de falta absoluta de control (quiebra de los recursos para sostenerse integrado) y el sentimiento de desamparo, producto de la ausencia del ser "amado" (necesitado), por la razón que fuera (por muerte o abandono, por ejemplo).
Es la angustia de muerte, el pánico, lo que dificulta el que se pueda elaborar el duelo propio de la separación o pérdida. El dolor, entonces, se organiza de una forma paradojal: en tanto no se resuelve el duelo, duele… Angustia aceptar el dolor de la pérdida o de la separación y nos condenamos a un dolor sin otra solución que la evasión, la que, casi siempre, adopta la forma de la fuga o la negación.
Es muy frecuente, también, que se organicen formas idealizadas de vínculo, que se traducen en expectativas de un reencuentro con la persona perdida–idealizada (buscada ahora en "otra" persona) que, lamentablemente, están condenadas a la frustración y a la ruptura del vínculo, lo que, en el fondo, es una manera de protegerse de la reedición de la pérdida, precipitándola. Se instala así una condición de “moribundez”, que puede tener aromas de vida en tanto no aparezca el riesgo de una nueva relación afectiva importante. La paradoja es que el miedo a morir nos dificulta la posibilidad de vivir.
Por lo dicho, la idea de la muerte -traducida en términos de una separación dolorosa e irremediable, lo mismo que en el aflojamiento del control y la sobreexigencia de demostrarse a sí mismo que se está vivo- necesita, para su resolución, de una experiencia que integre la realidad de la muerte, de la separación, tanto como de la des- idealización de sí mismo y de los demás.
Es como que, el saber que vamos a morir alguna vez, nos permite disfrutar más del estar vivos; quizás tengamos más en cuenta el cuidar nuestra salud, valorarla, aprender a escuchar los mensajes del cuerpo de manera adecuada, sin caer en el alerta total cuando no corresponde, como ocurre en la situación de pánico. Vale la pena diferenciar una cierta angustia de alerta, necesaria, de aquella otra, desproporcionada e incontrolable.
Nuestra actitud frente a la muerte recibe influencias desde el entorno en el que nos ha tocado vivir, tanto de la familia como de la cultura en la que nos educamos.
Cada cultura tiene una visión de la muerte que influye en que ésta sea motivo de angustia o no. Imaginemos el sentimiento de honor y gloria de los Kamikazes, entregando su vida en favor de una causa trascendente. La convicción de una realización valorada otorga un sentimiento de satisfacción que contrarresta los emergentes de angustia que surgen en la inminencia de la muerte.
Hace tiempo, ví una película, en la que se mostraba cómo los esquimales encontraban natural que los viejos de la tribu en algún momento se rezagaran, resignados a morir, con la esperanza de alimentar, de esta manera, a los osos. El momento de partir, nutriendo a un hermano de distinto pellejo, estaba, en este caso, marcado por la programación natural, sumada a la noble causa de contribuir a la continuidad de esa misma naturaleza “que nos mata”. De esta cruda integración de la muerte ligada a la naturaleza, nos hemos ido olvidando al punto que ahora parece que la naturaleza nos reclamara con furia toda nuestra falta de cuidados hacia ella. Aún así, da la impresión que no nos estamos angustiando lo suficiente frente a ello, como en los casos de negación que mencionara antes.
Lo mismo podemos decir de las culturas que encuentran la muerte como un pasaje a otra forma de existir, desencarnada de los ropajes humanos. La muerte, en este caso, puede ser una elevación, más aún si se ha tenido una vida plena y con sentido. La creencia en un reencuentro posible en el “más allá” atenúa las consecuencias del duelo y la angustia por el abandono de los seres queridos.
Otros modelos de enfrentar la muerte acentúan el sentimiento de culpa y la posibilidad de una condena, sea al infierno o a una reencarnación marcada por los pecados de nuestra existencia, que hace que el acto de confesarse y de recibir simbólica absolución, sea un atenuante de la angustia frente a la muerte, si se estuviera en falta o pecado.
10 de abril de 2008
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