Julio de 2008
Hace poco, me tocó atender en consulta a un joven profesional. Necesitaba conversar sobre un detalle de su presente y de sus planes para el futuro. Me encantó hablar con él.
Lucía muy seguro, inteligente, sobresaliente en su profesión. Aún así, me daba la impresión de un polluelo, un chico con ropajes de adulto. Y, así, su relato era una secuencia interminable de logros académicos y exploraciones del mundo que, a sus 23 años, ya destilaban una programación profesional impresionante, en medio de lo cual, la excelencia era el perfil modulador ideal. Prácticamente sus próximos 15 años estaban calculados paso a paso. Se iría a Nueva York, a la mejor universidad, y no pararía hasta el doctorado. Un pequeño detalle tenía visos de nubarrón en su futuro. Mencionó que le parecía que Nueva York era una ciudad muy impersonal, que opacaba su intención de radicar allí definitivamente.
Esto no era muy favorable para una persona que, como él, parecía estar poniendo de lado el desarrollo de sus afectos. Una pulcritud racional gobernaba su vida en una apuesta total a la identidad profesional. Ya se sentía fuerte… podía llegar a sentirse todopoderoso. Temí por él.
Me acordé, entonces, de una experiencia que me causó un grato impacto. Estando en Rock Hill, Carolina del Sur, lugar en donde estudiaba mi hija, me dí con la sorpresa de que la gente con la que uno se cruzaba por la calle brindaba espontáneamente una amplia sonrisa, como si nos conociéramos de siempre, y no faltaba algún “Hi”, más expresivo aún. Todo esto me hacía sentir agradable, que yo era agradable, merecedor de aquel regalo amable.
Poco después me dí cuenta que la gente era consciente de esa característica social, se enorgullecían de ello, tanto como para hacerlo un emblema del lugar. En efecto, entre los souvenirs que encontré en las tiendas, con frecuencia leía el slogan “Smiling faces, beautiful places”, nada más sintónico con lo que iba verificando a cada instante por mí mismo.
Por entonces, la única imagen que tenía de los “gringos” era de los de la gran ciudad: distantes y cada quien en sus “Business”. Por ese motivo, el hallazgo, además totalmente incorporado al reflejo social de “Las Carolinas” (Norte y Sur), me dejó un recuerdo inolvidable. No pude menos que aconsejar a mi entrevistado que, si pensaba radicar definitivamente en Norteamérica, que sea en alguno de estos lugares.
Pensaba, por cierto, en su desarrollo personal en un sentido integral (afectos incluidos). Me acababa de contar que tuvo un padre que nunca lo miró y que la mirada de la madre lo perturbaba por lo ansiosa. Necesitaba distancia para encontrarse…y para encontrar.
El riesgo flagrante era el de convertirse en un profesional, como lo era su padre, alguien que sólo miraba con los ojos de la profesión, sin poder ver a la persona, como le había ocurrido con su hijo. Sentí que necesitaba de un padre compinche con quien compartir emociones y experiencias.
A veces, esa parentalidad la otorga el lugar que uno “adopta” para vivir. Los amigos, el entorno afectivo, los nuevos vínculos, permiten que uno arriesgue los afectos guardados, que antes temió mostrar y que no prosperaron en familia.
Nuestro amigo no había venido para un tratamiento sino por un poco de escucha, de una mirada amable aunque fugaz –es posible que nunca más nos encontremos- buscando algunas reflexiones, las que terminaron en este sencillo consejo. Qué importancia tiene el entorno! Ojalá lo compruebe por sí mismo.
Pensaba en lo maravilloso que sería, que no sólo padres e hijos se miraran, que todos pudiéramos desarrollar ese hábito de mirar y sonreír, de ser amables y socialmente receptivos, de no vivir a la defensiva o mirando tan sólo lo que nos interesa o conviene.
Hay una paradoja de la que a veces no nos percatamos: mientras más afecto regalamos con nuestra mirada o actitudes, más nos nutrimos de bienestar. Alguna gente pareciera tener la fantasía de que es un recurso agotable… o, peor aún, temible o detestable.
Algo de eso transcurre, lamentablemente, en mi cotidiano. Hay quienes me miran sin verme, los que tocan el claxon apenas cambia la luz y, sin decirlo, dicen “muévete imbécil...” (seguro que usan otras frases también...), los vecinos del consultorio que desvían la mirada cuando nos cruzamos…”no vaya a ser que los analice” (léase “satanice”)... y tantas otras situaciones… demasiadas a mi gusto, en las que uno extraña la mirada amable.
Mirando “desde adentro”, más que iluminar, encendemos el entorno. Así, contribuimos a generar aquello que conocemos como “el calor humano”. Si bien la mirada es indispensable para los bebes, no es menos necesaria para cualquiera que aspire al elemental sentido de vivir y de preservar, no sólo a la especie, sino a la mismísima naturaleza humana.
Hace poco, me tocó atender en consulta a un joven profesional. Necesitaba conversar sobre un detalle de su presente y de sus planes para el futuro. Me encantó hablar con él.
Lucía muy seguro, inteligente, sobresaliente en su profesión. Aún así, me daba la impresión de un polluelo, un chico con ropajes de adulto. Y, así, su relato era una secuencia interminable de logros académicos y exploraciones del mundo que, a sus 23 años, ya destilaban una programación profesional impresionante, en medio de lo cual, la excelencia era el perfil modulador ideal. Prácticamente sus próximos 15 años estaban calculados paso a paso. Se iría a Nueva York, a la mejor universidad, y no pararía hasta el doctorado. Un pequeño detalle tenía visos de nubarrón en su futuro. Mencionó que le parecía que Nueva York era una ciudad muy impersonal, que opacaba su intención de radicar allí definitivamente.
Esto no era muy favorable para una persona que, como él, parecía estar poniendo de lado el desarrollo de sus afectos. Una pulcritud racional gobernaba su vida en una apuesta total a la identidad profesional. Ya se sentía fuerte… podía llegar a sentirse todopoderoso. Temí por él.
Me acordé, entonces, de una experiencia que me causó un grato impacto. Estando en Rock Hill, Carolina del Sur, lugar en donde estudiaba mi hija, me dí con la sorpresa de que la gente con la que uno se cruzaba por la calle brindaba espontáneamente una amplia sonrisa, como si nos conociéramos de siempre, y no faltaba algún “Hi”, más expresivo aún. Todo esto me hacía sentir agradable, que yo era agradable, merecedor de aquel regalo amable.
Poco después me dí cuenta que la gente era consciente de esa característica social, se enorgullecían de ello, tanto como para hacerlo un emblema del lugar. En efecto, entre los souvenirs que encontré en las tiendas, con frecuencia leía el slogan “Smiling faces, beautiful places”, nada más sintónico con lo que iba verificando a cada instante por mí mismo.
Por entonces, la única imagen que tenía de los “gringos” era de los de la gran ciudad: distantes y cada quien en sus “Business”. Por ese motivo, el hallazgo, además totalmente incorporado al reflejo social de “Las Carolinas” (Norte y Sur), me dejó un recuerdo inolvidable. No pude menos que aconsejar a mi entrevistado que, si pensaba radicar definitivamente en Norteamérica, que sea en alguno de estos lugares.
Pensaba, por cierto, en su desarrollo personal en un sentido integral (afectos incluidos). Me acababa de contar que tuvo un padre que nunca lo miró y que la mirada de la madre lo perturbaba por lo ansiosa. Necesitaba distancia para encontrarse…y para encontrar.
El riesgo flagrante era el de convertirse en un profesional, como lo era su padre, alguien que sólo miraba con los ojos de la profesión, sin poder ver a la persona, como le había ocurrido con su hijo. Sentí que necesitaba de un padre compinche con quien compartir emociones y experiencias.
A veces, esa parentalidad la otorga el lugar que uno “adopta” para vivir. Los amigos, el entorno afectivo, los nuevos vínculos, permiten que uno arriesgue los afectos guardados, que antes temió mostrar y que no prosperaron en familia.
Nuestro amigo no había venido para un tratamiento sino por un poco de escucha, de una mirada amable aunque fugaz –es posible que nunca más nos encontremos- buscando algunas reflexiones, las que terminaron en este sencillo consejo. Qué importancia tiene el entorno! Ojalá lo compruebe por sí mismo.
Pensaba en lo maravilloso que sería, que no sólo padres e hijos se miraran, que todos pudiéramos desarrollar ese hábito de mirar y sonreír, de ser amables y socialmente receptivos, de no vivir a la defensiva o mirando tan sólo lo que nos interesa o conviene.
Hay una paradoja de la que a veces no nos percatamos: mientras más afecto regalamos con nuestra mirada o actitudes, más nos nutrimos de bienestar. Alguna gente pareciera tener la fantasía de que es un recurso agotable… o, peor aún, temible o detestable.
Algo de eso transcurre, lamentablemente, en mi cotidiano. Hay quienes me miran sin verme, los que tocan el claxon apenas cambia la luz y, sin decirlo, dicen “muévete imbécil...” (seguro que usan otras frases también...), los vecinos del consultorio que desvían la mirada cuando nos cruzamos…”no vaya a ser que los analice” (léase “satanice”)... y tantas otras situaciones… demasiadas a mi gusto, en las que uno extraña la mirada amable.
Mirando “desde adentro”, más que iluminar, encendemos el entorno. Así, contribuimos a generar aquello que conocemos como “el calor humano”. Si bien la mirada es indispensable para los bebes, no es menos necesaria para cualquiera que aspire al elemental sentido de vivir y de preservar, no sólo a la especie, sino a la mismísima naturaleza humana.
14 de noviembre de 2008
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