La crisis mundial ha calado muy hondo en la sensibilidad de los pueblos. Todos tenemos expuesto algún flanco desde donde el fenómeno nos afecta. La pérdida de posiciones o la frustración de expectativas nos llenan de sentimientos como el miedo, rabia, desesperanza, desamparo, falta de confianza y credibilidad. Los fantasmas se ciernen sobre el escenario y las dimensiones del drama adquieren el nivel de cataclismo. En los núcleos humanos más involucrados se vive aún la sensación de una psicosis, un sentimiento de locura colectiva que contribuye a que el deterioro de la estructura se profundice.
Una de las tantas reflexiones que uno puede hacer sobre las razones que han llevado a que se produzca esta catástrofe es que alguien enloqueció. Claro que, cuando digo “alguien” me refiero a más de una persona.
Parecía prevalecer la fantasía de que la frase “el cielo es el límite” era algo literal y la desmesura con la que se manejaron las cosas hicieron olvidar las reglas más elementales de los manuales de economía. Pero, más allá de ese criterio, que llegó a confundir la suma con la multiplicación y la resta con la división, se soliviantaron también valores elementales. La ética quedó poco menos que herida de muerte; la honestidad aún deambula buscando sus ojos, que se desorbitaron en fuga espantada; el respeto por el semejante quedó estrangulado por la angurria insaciable y los desmanes ostentosos del poder obnubilado que otorga la arrogancia de sentirse dueño de todo.
Son épocas de vacas flacas. Sabemos que nada es para siempre, que a la larga la realidad se impone y que la naturaleza humana resurge frente a su necesidad de mirar sus flaquezas. Nadie es realmente fuerte si no lo es a partir de la conciencia y aceptación de su debilidad y de la sincera necesidad del otro.
Hay mandatos biológicos que nunca debemos perder de vista: el de la sobrevivencia personal, que nos alienta a vivir y reproducirnos; y, el del compromiso con la especie, ese otro mandato biológico que nos convoca a la unión de voluntades para que la especie no desaparezca.
Es tiempo de aprender la lección. Nada es para siempre. Cuando estemos en nuestro momento de vacas gordas, no nos olvidemos de quienes no gozan del mismo privilegio; no hay nada más nefasto que mirar con indiferencia o, peor aún, con desprecio al débil, de quien muchas veces se abusa y a quien se explota sin contemplaciones.
Cuando era estudiante de medicina, alguien cercano tenía una calavera, un cráneo humano que tenía una inscripción en la frente que decía “como tú eres yo fui, como yo soy tú serás”. Más allá del natural destino aludido, sugiere no olvidar que la vida y el mundo dan vueltas y que nuestra naturaleza implica la necesidad del otro.
Este es un momento de reflexión, un momento de recomenzar, de recrear, de aprender de la experiencia. Estoy hablando tanto de la empresa como de la familia o de cualquier lugar en el que corramos el riesgo de perdernos en la fantasía de sentirnos todopoderosos.
No nos manejemos a espaldas de la empresa, de los socios, de los clientes, llevados por intereses propios; no maltratemos a nuestros hijos ni sometamos a nuestra mujer… Hay lugar para todo en la reflexión. No esperemos a reaccionar sólo si se produce el derrumbe.
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