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2008/06/08 La mujer sin cabeza

Todos nos hemos criado creyendo que el asiento de las emociones y los afectos profundos está en el corazón. Alguien alguna vez debe haber pensado así en la antigüedad al percatarse de cómo palpita acelerado nuestro corazón cada vez que algún sentimiento asoma. Pero, también, podríamos señalar un supuesto origen en el estómago, dadas las maripositas que se agitan allí cuando el amor nos toca. Conozco mucha gente que al emocionarse mueve el intestino, pero… mejor no seguir buscando más espacios de origen.

Las emociones simplemente tienen un correlato neurovegetativo y “la central” se encuentra en el cerebro. Un complejo (bien acomplejado) de núcleos interconectados conforma el llamado cerebro límbico, el sistema límbico. Allí asienta el registro de todas las emociones vividas, en una memoria que no siempre es accesible bajo la forma de un recuerdo. En tanto así, nuestras emociones, al surgir, expresan en parte o en todo aquellas emociones de nuestra memoria más inconsciente, a la que se denomina “memoria implícita”.

Cada quien tiene su forma personal de sentir o emocionarse, en parte derivado de un patrón genético y, en mucho, más bien como resultado de las experiencias que nos tocó vivir y de cómo las vivimos. Aquello nutre en simultáneo nuestra subjetividad, el temperamento y el carácter. Se entiende que los afectos son en principio irracionales y que, con el tiempo, van encontrando una armonía con la razón, expresada como coherencia.

Isabel nació con una sensibilidad muy grande. Además, tuvo la mala suerte de que su madre, al poco tiempo, entró en una depresión severa, motivo por el que no pudo asistirla adecuadamente en sus primeros meses de vida. Por ello, nuestro personaje, muy temprano en la vida, aprendió a bloquear la expresión de sus necesidades y más bien se convirtió en una especie de consolador de la madre, en “madre de su madre”. Algo como una fantasía de que no debía molestar a mamá fue fortaleciendo la inhibición de sus naturales demandas, primero de bebé y luego de niña.

La emergencia temprana de sus inquietudes sexuales encontró desventuras adicionales, ya que un hermano la asediaba con frecuencia y era tratada de “puta” por el padre cada vez que la descubrían masturbándose. No había posibilidades para expresarse en su natural, había que anular todo registro afectivo. Lo placentero y lo doloroso perturbaban por igual, llegando a confundirla al punto de no poder pensar con claridad, a no poder discriminar la naturaleza de lo bueno o lo malo. Como consecuencia de ello, sus relaciones personales le resultaban inciertas y precarias, tanto como su capacidad de integrar pensamiento y afecto. Logró casarse, pero fracasó en medio de un laberinto de confusión que no permitió que el matrimonio durara ni un año.

Al separarse, se involucró en una relación incestuosa con un primo mayor. El parentesco parecía otorgarle mayores posibilidades de continuidad en el tiempo, pero no una plenitud vincular. El sexo la confundía y la dependencia también. El sentido “matrimonial” de la relación provenía más que nada de los repetidos embarazos. Parecía que lo que mejor hacía era “jugar a la mamá”.

La sensibilidad, no bien integrada, no facilitaba el contacto con sus hijos, por lo que se instaló en un maternaje complicado, que prolongaba en exceso sus sentimientos de responsabilidad respecto a ellos. De manera notoria, oscilaba entre acercarse y alejarse de los hijos, del marido, de lo que sea.

Era demasiado riesgoso estar cerca y movilizar su sensibilidad. La confusión aparecía de inmediato, pero pronto se reagrupaba y podía volver a acercarse.

Esta fue la forma en que logramos un acuerdo de trabajo terapéutico: había la total libertad de acercarse cuando lo sentía necesario, lo mismo que de alejarse si no se sentía en disposición.

Era notoria su dificultad para pensar, para pensarse. Su posibilidad de sentir adquiría expresiones que fácilmente desbordaban hacia la necesidad de actuar. Por ello se especializó en “pisadas de freno”, que rápidamente reinstalaban el control.

Entonces, se dividía, se desconectaba de manera flagrante. Un bloqueo descomunal de sus emociones lograba reinstalar la distancia pero a costa de un tremendo empobrecimiento de su comunicación. “No tengo nada de qué hablar”…”No se me ocurre nada”.

Al tomar mayor conciencia de ello, un día me contó que se fue a “leer las cartas” y la señora le dijo que en las cartas no salía su cabeza… “Creo que es claro que estoy mal de la cabeza…” Por cierto, con la ayuda de lo dicho por la vidente pudimos compartir la idea de esa desconexión psique – soma. No había psique que exprese y sostenga al soma.

En el largo trabajo psicoterapéutico que emprendimos, fue integrándose de manera paulatina y muy singular. Por una parte, estaba nuestro espacio de encuentro psicoterapéutico pero, muy pronto, en paralelo, empezó a pintar y a jugar con las formas, a combinar los colores en armonías que no había experimentado antes. Luego, hizo escultura. Moldear formas aportó lo suyo. Finalmente, el moldeo se trasladó a la práctica de deportes en donde, poco a poco, fue desarrollando una maestría de movimientos a los que se sumó la conciencia de tener que cuidar el cuerpo, en especial respecto a los excesos en los que cada tanto incurría.

De manera perceptible, su posibilidad de sentir encontró formas más tenues de regulación y lo que antes era predominantemente una comunicación mediante sueños (con gran dificultad de trasladarlos a su significación simbólica y experiencia en la vida), poco a poco fue haciendo lugar a una mayor confianza en el terapeuta, con crecientes posibilidades de comunicarse a partir de su auto observación.


Reflexiones

  • Es posible funcionar tanto “sin cabeza” como “sin cuerpo”, cuando nuestro entorno infantil ha sido deficiente.  
  • La idea de la integración y su logro, es una larga peripecia en la que sólo la persistencia en la búsqueda es garantía de encontrarla. Aún así, uno nunca sabe cual será la mejor vía (o “las mejores vías”).  
  • El grado de integración y sus peculiaridades en el trámite de obtenerla, es impredecible.
  • Aportar “cabeza” en una terapia no es equivalente a pensar por el paciente. En principio, es más bien sentir con él (y poder seguir pensando). 
  • “Poner el cuerpo”, estar allí, vivo, sintiendo y respirando, puede ser vital para que la cabeza de nuestro paciente deje de asustarse. 

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